Desde que tengo los vídeos, todo es más consistente. Abrir los ojos suena. Entrar en casa huele. Hay algo de la vida que no tiene nombre, que se hace sólido y debe de ser parecido a la felicidad. Como es natural, me he preguntado varias veces si él se siente así. Si él es feliz.

Él, en los vídeos, parece cansado. Pasa por las imágenes arrastrando los pies, como quien reza una oración antigua. Algunas veces, cuando se sienta al borde del sofá, frente a la televisión, parece estar más vivo. Yo miro los vídeos, le miro y trato de entenderle.

A Celia le costaría comprender. Le haría especial daño saber que la idea en realidad fue suya, que sucedió precisamente cuando visitábamos el apartamento en venta. Examinábamos esa promesa de tarima flotante y vigas descubiertas, donde ella jugaba en secreto con una imagen futura de nosotros dos, juntos por fin. Entonces me condujo hasta la cristalera (sus láminas tachadas aún por el precinto) y, guiñándome el ojo, invocó la posibilidad de algo imposible.

– Mira: enfrente, un piso más abajo. ¿Ves? Si nos lo quedamos, la casa de tu futuro vecino está en el ángulo perfecto para espiarle. Es un guarro seguro.

Seguir examinando la casa: ella derramándose sobre el salón imaginario (allí podríamos poner uno de esos sofás en ángulo recto), ese fondo (qué amplio) donde cabe perfectamente una estantería como dios manda (yo te ayudo a embalar). Su mano buscándome, buscando mi mano, llevándome hacia la ilusión, ese líquido pegajoso con olor a barniz y a niños. Mis ojos ya lejos del sitio al que miran los suyos: ensayando una y otra vez la mirada que cae en diagonal hacia otro espacio, un piso por debajo, la casa de otro, esa hipótesis absurda.

Días después, besar la impaciencia en los ojos de Celia, taparle los párpados tratando de que no pueda mirarme con esa exclamación silenciosa, la pregunta siempre a punto de estallar. Decirle, al final, que aquel piso que miramos, ese, sí, el de la cristalera precintada, no me ha convencido. Que la vitro versus la inducción, el qué se yo de los zócalos, demasiado hueco entre las paredes.

– Quiero seguir buscando.

Decírselo aunque la casa lleve una semana a mi nombre y en el salón la cámara esté grabando. Un extraño mecanismo de felicidad que gira ya sobre sus ejes invisibles.

Puedo llegar a ver el mismo vídeo varias veces. El día se ha dado la vuelta y yo, mientras, he estado mirándole a él como si quisiera hablarle, decirle que espabile. Despierta. Espabila. Deja de arrastrarte. Mirarle es mejor que desayunar sin darse cuenta o salir como un ciego a la calle y al cansancio. Entregarse al viaje en metro, la sucesión blanda de estaciones. El periódico casi siempre incapaz de tapar el fondo gris de las palabras.  Vivir como de lejos.

Celia y yo nos examinamos entre sus sábanas verdes (esas que un día dejó en mi piso como por casualidad). Mascamos juntos el silencio.

– No tengas prisa, mujer. Ya encontraremos algo.

La mirada mecánica cae en diagonal. Los primeros vídeos.

Celia y yo acurrucados contra los bordes de una noche cualquiera. Ella moviéndose en círculos, cada vez más cerca de ese núcleo al que quiere asomarse una vez más.

– ¿Cuándo? – pregunta, al fin. Por tercera vez en la misma semana.

– ¿No crees que necesitamos más tiempo? Yo creo que aún no estamos preparados

Y al decírselo pienso en él. Me lo imagino paseando su vida frente a la cámara. Su vida es una hermosa sucesión de fragmentos. Él despertándose, metiéndose mecánico en su ropa fría. No cerrando las cortinas nunca. Él desayunando sin darse cuenta. Volviendo a casa de noche, cada día un poco menos tarde, sus movimientos eléctricos hasta la televisión. Él, muy quieto, mirando.

Celia está cada vez menos conforme. Merodea por los rincones aún no conquistados de mi casa. Abandona restos con los que gana terreno: el cepillo de dientes, un libro a la mitad, la porción de un sándwich que no se ha terminado en la oficina. Cederé a sus victorias insignificantes. La cámara seguirá mirando.

Y es que la vida es más fácil cuando se tiene a alguien. Yo, que le tengo a él, puedo decir espabila, ponte en marcha. Decirle que, a este lado de las cosas, abrir los ojos suena. Cambiarse, con las cortinas abiertas, es siempre un momento rugoso. La vida se ha hecho tangible a pesar de estos ciclos que me llevan del desayuno al metro a las noticias a casa y, por fin, los vídeos. Por eso cada vez es más fácil desaparecer, poner excusas, irme pronto de las cenas para entrar en el piso vacío y coger la tarjeta de memoria en la cámara, notar cómo tiembla en mis manos cuando la llevo de vuelta. Apagar las luces. Colgarme del borde del sofá, y verle. 

Estás enfrente y no lo sabes, le digo. Despiértate. Estás en la casa, y en la cámara, y en la pantalla de televisión, que está en mi ojo. Somos dos espejos mirándose, divergentes: una imagen conduce a otra que conduce a otra. Y, por más que yo insista en mirarte desde mi salón, a veces te cuesta tanto estar, estar despierto en ese arañazo de sábanas verdes con que te levantas y te arrojas al día. El humo del desayuno en la cara, confundiéndose con la ducha que se confunde con el bostezo mientras te vistes, cuando te marchas y yo llevo unos segundos mirando una imagen donde ya no estás, porque mi cámara no puede verte más allá de la puerta, pero yo sigo mirando ese espacio ahora vacío, y a veces creo que adivinarte mientras caminas escaleras abajo, hasta la calle.

Queda en la pantalla la imagen estática de dos ventanas, separadas por una pared. En una de ellas, tu cuarto parece latir, esperándote. En la otra, está el salón donde horas después leerás el periódico. En ocasiones, cantarás a pleno pulmón. A veces, incluso, bailarás en la sala, y parecerá que el cansancio comienza a adelgazarse. Mirarás la pantalla, finalmente. La casa entera contendrá el aliento mientras tú, sobre el borde del sofá, estarás mirando.

La vida me obligará a esperar en sus intersticios. El viaje en metro un día más, las insinuaciones que Celia deja colgando en el respaldo de las sillas. Pasearás frente a la cámara. Yo ganaré tiempo. Volveré a casa cada día un poco más pronto y, en ocasiones, Celia me sorprenderá justo después de comer (me he escapado y he venido a pasar la tarde, sonreirá en el umbral de la puerta). Haremos el amor y yo, por dentro, te diré mira: ¿lo ves?, vivir es esto, es mirarse mientras haces las cosas, y ver que las cosas pesan. Después, como en una invocación, te diré despierta. Despierta. 

Es algo que digo tantas veces, desde que tengo los vídeos. Al levantarme y apartar las sábanas y meterme dentro de la ropa fría. Aunque no estés delante, en la pantalla, te lo digo: despierta. Cuando yo mismo siento que despierto, y merece la pena cantar en el salón, o recorrer la casa en un baile ridículo. Despierta, grito. La vida, así, teniendo a alguien, es más fácil.

Será casi de noche y Celia se despedirá con ese tono diagonal que le recubre la voz cuando quiere demostrarme que no está conforme. Cuando ella se marche, volveré a vestirme, paladeando el roce de la vida en mi ropa. Tomaré las llaves y saldré.  Te iré anticipando en las imágenes, donde estás llegando a casa cada día un poco más pronto, donde comes hasta que algo te distrae y te levantas del sofá, y sales del marco para reaparecer segundos después, llevado de la mano de ella hasta la habitación. Manosearé el peso  silencioso de mi cuerpo mientras camino escaleras abajo, hasta la calle. 

Cruzaré. Entraré en el edificio de enfrente.

Me gustará el resto sonoro que deja el corazón al latir, dentro de mis manos, cuando tomo la cámara en su trípode. Extraeré la tarjeta como quien ha descubierto algo por primera vez. La sustituiré por otra vacía, que mantenga en marcha este extraño mecanismo de felicidad. Antes de volver, miraré más allá de la cristalera, en diagonal, a la casa de enfrente, un piso más abajo. A ese cuarto con una cama revuelta y los restos verdes, arrugados, de lo que parece un choque entre dos cuerpos.

Despierta, iré diciendo todo el rato.

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