Sabine había pasado la noche viendo programas en el canal de teletienda, a veces amodorrada, apenas percibiendo lejanos destellos luminosos, a veces ansiosa, casi sujetándose las manos para no marcar el número que podía rejuvenecerla diez años u organizar para siempre el desastre de su nevera.<?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />

Hacía tiempo que no dormía bien. Despertaba antes del amanecer, y a pesar de la escarcha que cubría los cristales de sus ventanas, abandonaba poco después la calidez de las sábanas, incapaz de soportar el atronador ruido de sus cavilaciones golpeando las paredes de su cerebro. Siempre los mismos pensamientos, una y otra vez. Idénticas imágenes repetidas, una vez tras otra.

Veía a la mujer de su hijo, malhumorada, vigilándola mientras cocina, atenta a sus gestos, a la llave del gas que tarda unos segundos más de lo conveniente en cerrar, a la puerta de la nevera ligeramente abierta, a sus movimientos torpes mientras trocea la cebolla con un cuchillo.

Oía a su hijo, como un odioso maestro, recitando la letanía de su decadencia. Mamá no estás bien. Tiene que verte un médico. Ya no puedes seguir sola. Tenemos que buscarte un buen lugar para vivir, un sitio donde se ocupen de ti.

A veces piensa que tienen razón. Algunos días casi puede sentir a sus pensamientos luchando con fuerza por levantarse, por desperezarse, por salir de su aletargamiento.

Pero no quiere abandonarse. Está acostumbrada a combatir. Es lo único que ha hecho durante toda su vida. En realidad lo único que sabe hacer. Peleó como una leona cuando su padre, un rígido pastor baptista, la echó de casa porque albergaba en su vientre el fruto del pecado y cuando perdió su trabajo de maestra por una denuncia absurda y cada plato que ponía encima de la mesa se cobraba el tributo de una nueva variz en sus piernas doloridas, tras horas de pie, detrás del mostrador de una anticuada mercería. Guerreó incluso sin esperanza, cuando un cáncer traicionero y apresurado mató a su marido en apenas tres meses.

Hoy tras varias semanas casi sin atreverse a salir de casa, moviéndose por su barrio en círculos concéntricos cada día más pequeños, va a conducir noventa kilómetros para recoger a Julienne en la estación central de Bruselas. No lo ha comentado con su hijo, ni le ha pedido permiso. Conocía la respuesta.

El autobús que trae a su amiga de Lieja llega a las once de la mañana. A las nueve Sabinne comienza a prepararse. Casi no recuerda la última vez que frente al armario dudó sobre que ropa elegir y se probó varias prendas, ensayando combinaciones. Hoy lo está haciendo. Ya ha descartado un pantalón rojo-demasiado atrevido- y un grueso jersey negro de cuello cisne-incómodo para conducir-. Finalmente se decide por un pantalón gris de loneta, una camisa blanca con botones dorados y una ligera chaqueta roja que espera de algo de alegría a su indumentaria. Hace frio, así que no olvida el anorak de plumas negro de hace tres temporadas, ni las mullidas botas que no se anima a cambiar, pese a las visibles cicatrices que ya muestran en el cuero cuarteado. Antes de cerrar con cuidado la puerta, recoge del perchero su gorro de lana rojo. El famoso gorro que tanto hace reir a su nieto. Payaso, dice señalándolo, cuando ella le sostiene entre sus brazos, bajo la mirada recriminatoria y un poco alarmada de su nuera.

Ha recorrido el camino a la ciudad tantas veces, que considera innecesario poner en marcha el navegador. Sin embargo, cuando está dejando atrás los suburbios y se encamina al centro de Bruselas, se asusta. Empieza a no reconocer las salidas, confunde las indicaciones, interpreta mal las señales. Así que decide parar en una vía de servicio para programar el gps.

Mientras manipula el aparato, pulsando torpemente la pantalla táctil, que se niega a obedecer las órdenes de sus dedos, suena el teléfono móvil. Es su hijo. ¿Dónde estás mamá?

El enfado del hijo, los gritos, las amenazas, la han puesto nerviosa, casi histérica. No acierta con el artilugio. Pulsa, se equivoca, borra, insiste, vuelve a marcar. Desiste finalmente, sin comprobar la orden que ha quedado grabada, dispuesta a encontrar el centro de la ciudad, sin ayuda de esa tecnología que ha irrumpido en su vida tarde y con violencia.

Sabinne conduce mecánicamente, sin prestar atención a la carretera, desentendiéndose del tráfico. Los oxidados engranajes de su cerebro, lentos y chirriantes en ocasiones, se han parado en seco. Su mente se ha llenado de un vacío blanco y brillante por el que resbalan los carteles que apenas ve, primero en francés, luego en alemán. En sus oídos solo resuenan insistentes las airadas voces del hijo y una melosa voz femenina que le muestra el camino a seguir.

Con el paso de los kilómetros el agujero denso, lechoso comenzó a llenarse poco a poco. Recordó primero a su amiga Julienne y la imaginó desconcertada y vulnerable buscando su cara entre los que esperan en la dársena, después a su hijo, con el rostro todavía desencajado por el enfado reciente, y cuando levantó la vista y consiguió enfocar el cartel que se aproximaba, recitó en voz alta, como la maestra que nunca dejó de ser: Croacia, capital Zagreb.

 

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