Me pone enfermo cada vez que me lo hacen.

Al principio sólo me lo hacía Félix, pero hoy en día lo hace todo el mundo. A pesar de ello, creo que no me acostumbraré nunca a que la gente se me quede alelada con los ojos en blanco en mitad de una conversación cara a cara.

No fue por casualidad que él fuera el primero que me lo hizo. Y no es que sea un tipo raro. A pesar de estar siempre a la última en cuestiones de gadgets tecnológicos, Félix no era el típico friki inadaptado y antisocial. Todo lo contrario, siempre ha tenido don de gentes. Desde que nos hicimos amigos durante nuestros estudios de ingeniería en la universidad, siempre fue él el que se ligaba a las chicas más guapas. Como a Elena, con quien se casaría años más tarde.

Fui yo quien la conoció primero, en una clase práctica que nos tocó hacer juntos. Teníamos que hacer nuestra primera página web, en aquella época en la que salvo nosotros y tres más nadie tenía cuenta de “correo electrónico”. Hicimos buen tándem en aquella práctica. Entre versión y versión de nuestra cutre página web, empezamos a bromear y conocernos. Y entre café y café, empecé a sentir algo por ella. Hasta que apareció él.

Félix no sólo me robó la chica, sino que nos copió la práctica. Sacó un sobresaliente en la asignatura y yo sólo un notable. Le hizo cuatro cambios lustrosos a la página y quedó como un rey. En poco tiempo se había ligado a Elena, pero sin renunciar a otros ligues de fin de semana. Mientras, yo me corroía por dentro de celos y de envidia malsana. No dejamos de ser amigos por esto, pero ya no volví a tomar cafés con Elena.

Desde aquella época, hace veinte años, y hasta hace unos meses, Félix y yo no hemos perdido el contacto. Nos solíamos reunir al menos una vez al mes a tomar unas cervezas en un bar de la zona universitaria. Nuestro entretenimiento principal era valorar los últimos adelantos tecnológicos, así como a las chicas de las mesas circundantes. Tras cada reunión, la diferencia de edad con las universitarias de alrededor aumentaba, mientras que la tecnología era cada día más barata y asequible.

Nuestras charlas siempre fueron apasionadas y nos quitábamos la palabra todo el tiempo mientras recordábamos  a los maestros de la ciencia ficción que habían adelantado medio siglo atrás los adelantos de hoy. También nos reíamos mucho a costa de tantas modernidades de hoy que ninguno de ellos adivinó. Alguna vez tardábamos meses en repetir quedada, pero siempre acabamos encontrando hueco entre los compromisos laborales y familiares para nuestro par de birras y nuestra charla friki.

Algo que nos diferencia a Félix y a mí era la ansiedad por disfrutar de lo último. Creo que no sólo se trataba de su necesidad de estar a la última, sino que es su manera de intentar no envejecer. Siempre anda revendiendo su gadgets de hace unos meses para adquirir algo nuevo, en un eterno ciclo sin fin. Después de casado nunca me volvió hablar de sus aventuras, pero yo siempre supuse que no sólo reafirmaba su juventud con juguetes nuevos de silicio.

En todos estos años, su buen carácter no cambió pero empezaron a surgir esos cambios de conducta de los que todos hemos sido testigos y actores. Su historia no es muy distinta a la que hemos vivido el resto, pero por su avidez consumista él siempre se me reveló como un anticipo de lo que vería luego en otras personas. En particular, su dependencia al móvil muy pronto se hizo obsesiva. Al principio no me molestaba que echara un vistazo furtivo a su pantalla mientras charlábamos, pero eso se fue haciendo cada vez más frecuente.

Félix estaba conmigo, pero también estaba con otros mil “amigos” del mundo entero, que sobresatisfacían su necesidad de estar a la última, amén de saturarlo de información superflua de todo tipo. Féliz siempre había sido muy juicioso y de profundidad de pensamiento, pero ahora cada vez tenía más problemas en concentrarse en el tema de conversación que hubiéramos elegido. Tras cada mirada discreta a su móvil, su mente se perdía en mil caminos y no sabía muy bien cómo volver a nuestro bar, nuestras cervezas, y nuestros chistes y chismes.

Y llegó el día de las gafas. Y luego el de las lentes y los interfaces táctiles. Ahora ya no había manera de saber cuándo Félix se escapaba de la realidad, ya no había un móvil al que desviara la mirada. Ahora, simplemente, me apagaba a mí por unos segundos dejando los ojos en blanco, antes de reaparecer desde muy lejos, dirigiéndome una mirada culpable.

Mis jocosas bromas por sus “viajes” acabaron en discusiones. Nunca habíamos discutido seriamente en todos estos años, pero yo ahora luchaba por hacerlo bajar a un mundo que había decidido no seguir atrayéndolo con su gravedad. Félix por contra me recriminaba a mí ser tan retro: “¿para qué venir siempre a este viejo antro, si podemos recrear uno mil veces mejor, y lleno además de jovencitas desnudas? Sólo tienes que hacer la prueba un día. Ponte estas gafas de segunda generación y verás cómo flipas”.

En vano yo le intentaba decir que para mi el flipe consistía en ir a aquel viejo antro con mi colega de toda la vida, pero no hubo manera. En algún momento me sentí melodramático y lo vi como un drogadicto en marcha irrefrenable a la autodestrucción. Luego, simplemente, acabé aceptando que Félix había tomado un camino y unos gustos que lo alejaban de mí. Los encuentros se fueron espaciando cada vez más en el tiempo. Hasta que llegó nuestro último encuentro, hace unos meses.

Ocurrió en mitad de una animada conversación, en la que nos habíamos olvidado de nuestras diferencias. Mencionó de pasada que ahora grababa todo a su alrededor las 24 horas del día. Se dio cuenta de su metedura de pata y siguió hablando como si tal cosa. Pero no le dejé escapar. Le pedí que no me grabara. Félix respondió zalamero que era como tomar notas, para poder consultarlas en el futuro.

Cuando le prohibí que me siguiera grabando, se levantó y se fue. No se acabó su cerveza.

* * *

Como decía al principio, me pone enfermo cuando me lo hacen: estás hablando con alguien y de repente levanta la mano a modo de disculpa y pone los ojos en blanco. A veces es sólo unos segundos, un minuto, y un simple “disculpa, ya sabes, una llamada de trabajo” hace que la cosa no vaya a más, pero otras veces…

Hace unas semanas durante una comida de trabajo mi interlocutor alargó de más la interrupción virtual. Aproveché para ir al servicio, topándome a la vuelta con que esos ojos en blanco seguían ahí. No me senté a la mesa. Dejé una nota con un simple “call me back” y me fui a casa, sin pagar mi parte. Cuando recibí su llamada, una hora después, su propia sorpresa al saber qué hora era paró en seco mi enfado.

Por supuesto, es una guerra perdida. Antes en las reuniones familiares cada cual estaba con el móvil en la mano. Ahora que las breves abducciones de la realidad se repiten a cada rato, sólo el abuelo o algún otro Ulises de confianza nos pueden rescatar con sus collejas de esos dulces cantos de sirena.

A todos nos revienta cuando es el otro el que pone los ojos en blanco, pero menuda cara de gilipollas se nos queda a nosotros cuando los ponemos.

* * *

Suena el móvil, es Félix. Hacía meses que no sabía nada de él, desde nuestra última discusión. Me dice:

“Me ha dejado Elena. Ella se queja de que no la atiendo, pero ¡si físicamente siempre estaba con ella! Ella no me ha querido ver ni en pintura en meses, pero accedió a verme la semana pasada. Yo creí que había esperanzas de reconciliación, pero ahora veo que era una forma cruel de despedida.  Durante toda la conversación se limitó a estar ahí plantada escuchándome, atravesándome con sus ojos. ¡Imagíate! Yo llorando y arrastrándome y ella con la mirada perdida sin prestarme atención. Amigo mío, te necesito, ¿podemos quedar en nuestro viejo bar? Te prometo que no llevaré lentes, ni gafas, ni móvil.”

¿Cómo le digo que no tengo que imaginar nada, que yo estaba detrás de los ojos de Elena y que fui testigo de sus patéticos intentos por retenerla?

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