De niña lloraba cuando mis padres mataban a nuestras gallinas y rechazaba con arrebatos memorables regalos de videojuegos y muñecas bailarinas.  Hoy me atemorizo con los avances tecnológicos y pese a ello tengo un perfil en facebook. ¿Por què? Es la consulta  inmediata.  A esa pregunta tengo una respuesta que me avergüenza y  es la razón de mis insomnios nocturnos.

El mundo mecánico y adulterado en que vivo apenas me entusiasma.   Cuando era niña la televisión era  una gran caja –boba, decían sus detractores -y apenas  podíamos ver imágenes en blanco y negro, pero eran momentos entrañables que unían  a la familia. Hoy los frágiles y costosos celulares transmiten programas televisivos y casi todas las radios tienen páginas online; y, sin embargo, los televidentes y oyentes permanecen aislados y solos.  El mundo que hoy observo es ajeno, es  impropio de un  alma natural y  humanitaria como la mía.  Eso me asusta y apenas logro dormir.

De niña era feliz  cuando corría y jugaba  con mis amigos  del colegio  o del barrio. Pero hoy me entristece que mis hijos sólo se hablen para discutir y  soy más  infeliz a la hora almuerzo cuando me enfrento en  batallas perdidas en mi tentativa de que  abandonen sus celulares.

Amo leer. Leer  es lo que más me apasiona en esta vida. Mi primer amor fue Gabo, lo amé desde los primeros párrafos de Cien Años de Soledad. Esas primeras palabras escritas con imaginación amorosa me sedujeron y me las memoricé y las recitaba  mentalmente  en mis largos viajes en los buses hacia la universidad. En esos años estudiantiles  la biblioteca era mi espacio favorito. Ni siquiera mi habitación donde leí en apenas un día y dos noches completitas ese libro extenso que funda Macondo me satisfacía. Era la biblioteca universitaria el único lugar donde era feliz y rodeada de libros y revistas me regocijaba de placeres lectores. Era uno de los pocos placeres que  me permitía disfrutar porque mi alimentación era estrictamente a base de verduras crudas y frutas con lo cual me sentía ligera y apta para correr, mi otra gran pasión.

El correr en las mañanas se había convertido en mi rutina diaria. La imprudencia de un anciano que estuvo casi al borde de la muerte hizo que en el intento por salvarle me fracturara la pierna. Siete meses de reposo parecía una idea poco atractiva para una maratonista como yo. Sin embargo, las primeras semanas  leí como nunca y reí como siempre con las historias de Bryce Echenique.

Me entristeció horrores que durante los primeros meses de inmovilidad  muy pocas personas me visitaran A mis amigas universitarias el tiempo no les alcanzaba en sus aceleradas rutinas de periodistas exitosas y las dos únicas amigas que me visitaron les preocupó mi estado de soledad apática, pero también, me contaron sus proyectos y viajes durante las dos horas que duró su única visita. Cuando ya me entusiasmaba la idea de sanarme y volver a frecuentarlas, preguntaron algo que me sonó a ciencia ficción y me hizo sentirme aislada y de otro planeta: ¿cuál es tu correo electrónico?. Fue mi primera noche de insomnio. La pregunta sobre mi  correo electrónico me asustó no tanto por ser desconocido para mí sino por la naturalidad con la cual fue dicha. Fue como si me pidieran mi nombre o una taza de café. Yo, que el  único contacto que había tenido  con el correo postal fue una carta que envié al hospital y llegó cuando mi primo  enfermo  ya había fallecido.

Por esos años no tenía computadora y como hija única disfrutaba  de la paz y soledad con lecturas interminables. Mis trabajos universitarios los redactaba en mi máquina de escribir. Era una excelente mecanógrafa y no necesitaba que mis padres gastaran un dinero que no tenían en un aparato que no me sería útil.

Al concluir mi carrera universitaria me concentré en el placer de leer que apenas mantenía contacto con mis ex compañeras de aulas. Cuando nos reuníamos todas parecían sorprenderse de que yo habiendo sido una estudiante inteligente y talentosa no ejerciera la profesión.

En los primeros días del accidente los correos electrónicos habían ingresado como un virus. Fueron los jóvenes los primeros en usarlos como parte de su vida para siempre. Pero yo que estaba encerrada por la fractura de mi pierna me mantenía ignorante de los nuevos placeres mundanos.

 En el séptimo mes en que debían de retirarme los clavos los doctores se percataron de que la herida no había cicatrizado correctamente y una infección interna tal vez los obligaría a amputarme la pierna. En el caso de que la infección cediera debería permanecer casi un año más en cama.

 Un año más. Esa certera realidad me impedía dormir. Ya me había leído todos los libros y revistas de mi casa  ingresé en un ataque de pánico y estaba tan encolerizada que mis padres solicitaron ayuda a mis amigas universitarias. Toditas llegaron, toditas compasivas a mi casa. Todas me observaban con altruismo  en esos días de desasosiego. Estaba acongojada, pero no por la posibilidad de perder mi pierna porque estaba convencida de que la infección pronto cedería. Lo que más me  mortificaba era que no tenía libros nuevos.

Mi padre pidió a mis amigas comprarme libros. Mis amigas, todas lindas y buenas, aparecieron tres días después con una computadora y un contrato de un año pagado de internet.  Yo que por esos días apenas respiraba y comía, comprendí que estaba perdida porque la gente cuando cree que es caritativa es tan testaruda que es una pérdida de tiempo contradecirlas.

Como un robot aprendí con la ayuda de la más  tierna de mis amigas a usar la computadora. Es lo más fácil del mundo, fueron sus palabras. Y en efecto era así. Era sólo cuestión de hacer clic en todo. 

Toditas escribieron sus correos electrónicos en mi agenda, claro con deseos de pronta mejoría.  En menos de un mes todas eran mis amigas en facebook y todas me saludaban todos los días. A todas  le interesaba mi salud, todas me amaban, todas mandaban besos volados a mis encantadores padres. Pero ninguna me visitaba, ni las dos únicas amigas que mi visitaron en los primeros días aparecieron. Eso sí todos los días publicaban en mi muro palabras de aliento y de valor, mensajitos primorosos y esperanzadores.

Pero lo que me cautivó de esta nueva etapa era claro los miles de libros que podía leer. Leí tanto que no dormía, apenas algunas pestañeadas  después de almorzar o cenar. Fui demasiado feliz los primeros años. Leía tanto a autores norteamericanos como europeos. Me entusiasmó conocer a Milan Kundera y me memoricé una frase de su libro La insoportable levedad del ser: Los oprimidos de hoy serán los opresores del mañana. Pero de pronto, un  día esa frase me aterrorizó. 

Hace siglos existen las guerras  por la  ambición y mezquindad de pocos. Pero esas guerras desolaban pueblos en un mundo sin la tecnología al alcance del pueblo y con habitantes que caminaban y conversaban “face to face”. Hoy llamamos conversar a escribir y leer en un computador. Somos seres distintos. Si los oprimidos de hace siglos se convirtieron en opresores sanguinarios, cómo serán los opresores del futuro. Imaginar esas escenas catastróficas me angustia. Por ese temor sórdido no abandono el facebook creado en un inicio para  contactarme con mis amigas solidarias.

Estar conectada el día en que  se declare una guerra cibernética  se ha convertido en una absurda obsesión porque estoy convencida que la gran  guerra mundial será tecnológica y esa racional posibilidad me alarma, porque durante 15 años no he vuelto a ver mis amigas pero con todas converso  diariamente en facebook. Ya casada y con cuatro hijos, aún me preguntan como una mujer tan talentosa e inteligente es sólo una ama de casa y no una gran periodista como lo vaticinaba el más exigente de nuestros profesores universitarios. En estos años me he adaptado a los  avances tecnológicos pero no los disfruto y creo que puedo vivir sin ellos, pero el temor a una guerra cibernética me exige  sentarme todos los días frente a un computador y hacer clic en todo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus