–Mira esas nubes, mamá. Son rojas.

Estela se hinca y esconde el mentón. Empieza a susurrar un rezo ininteligible que, en melodioso tarareo, es seguido por Eva, su hija. El torrente de palabras despierta una lluvia de imágenes. Estela se entrega a ella con los ojos cerrados.

Ve retozar granos de arroz esparcidos en las losas del atrio. Parecen hacerlo a voluntad de la tierra, pero es el efecto de la exultación de dos familias, la que la concibió y a la que se une. El temblor de los granos produce manchas, luego patrones, luego grafías que sólo ella conoce. Alcanza a leer presagios antes de que el arroz se disperse a gracia del ondeo del tul color a boda que la envuelve. Tal movimiento se acentúa hasta dar forma a otra imagen: una nube cúmulos, cuya majestuosidad poco a poco cambia de proporción. Estela se ve a sí misma sosteniéndola, palpando las fibras que se tiñen de azul celeste: es algodón de azúcar. Los límites de su perspectiva varían. Ve las grietas de sus labios, ve su lengua adherirse al dulce, ve algo sin aristas. Son múltiples estallidos, vagas siluetas de placer, de pasión, de éxtasis. Aunque Estela se apresura a oscurecer estas sensaciones, la calidez en su vientre es irremediable. De la nada forzada surge una cascada. Es roja. Ve con perfecta nitidez sangre manar entre sus muslos. La ilusión es imponente, como los rostros seniles del estirpe matriarcal que se apresuran a censurarla. Esos rostros la previenen: “guarda a tu primogénito de las brujas, mujer; pon tijeras abiertas en tu ventana”. Y Estela no ve primogénito, sino primogénita. Y no ve tijeras sino una cruz, símbolo trasladado a su pecho para absolverlo de voluptuosidad y, asimismo, escudar su corazón.   

El coro de Eva se extingue. El flujo de imágenes se disuelve. Estela trunca su plegaria.

En la recóndita soledad del camposanto sus párpados aún caídos ceden a los dedos de Eva. Pero la tibieza del tacto desaparece al instante en el que el tiro de una vieja cámara fotográfica surca esa tarde de nubes rojas.

Estela se estremece. Busca a su hija.

La niña ha destinado sus caricias a otro cuerpo, inanimado, ni siquiera humano, cuyo nombre en lengua sajona resulta exótico en su circunstancia. Como si se tratara del lunar de la frente de su madre, Eva toca la pantalla plana de su smartphone en el vector exacto de la silueta de un pajarillo azul. Después extiende sus brazos hacia Estela, pidiéndole el mismo gesto para imortalizarlo dentro del dispositivo y dentro de ella. Pero la emoción interfiere, la entorpece, la hace presionar otro vector. El smartphone emula la voz de la vieja cámara fotográfica. Ha registrado el semblante de su madre, no el que la caracteriza, más bello que el de los ángeles de mármol que hacen guardia alrededor, sino el de un triste personaje parecido a una gárgola.

–Dame eso Eva.

–Es una foto para tuitear.

La mente de Estela se vacía. En su boca percibe una caja de Pandora a punto de estallar. Logra mantenerla cerrada.

–Lo guardo mamá, te lo prometo.

–No prometas nada y menos aquí. Dámelo y bájate de allí, ¿no ves que es una cruz? –resuelve Estela en un tono igual de rígido que su postura.

La niña salta. Regala una mirada fugaz a las nubes rojas. Entrega el smartphone. 

Estela permanece inmóvil, sin embargo, el crujido de los cadáveres de pétalos bajo sus suelas revelan la dinámica en su interior: el espectro del timbre de Eva ejerce una furiosa presión en su garganta que busca escape en sus lagrimales. Éstos no soportan, se abren, dejan correr las sales del recuerdo.

 

La mujer vuelve a mandar sus rodillas a la tierra. Esta vez ninguna imagen aparece. Apoya su frente en el florero más cercano, repleto de gardenias blancas, flor y perfume preferidos de su hija. Cuando logra controlar los espasmos del duelo, asume el proceder de la sabiduría. Desliza las coyunturas de sus falanges sobre las bolsas de sus ojos como queriéndolas exprimir. Sube a la cruz con menos agilidad, pero con el mismo ímpetu de Eva cuando aún existía. Saca el smartphone, presiona el pajarillo azul de Twitter y busca el siguiente tuit:

 

[Eva

@EvaRojas0-0

Mi primera foto, ja ja ja. Es de mamá en el panteón donde está pa.]

 

El mensaje está marcado con un favorito y tiene una respuesta:

 

[Estela

@estela1707

Me debes abrazo]

 

Y esta respuesta, otra:

 

[Eva

@EvaRojas0-0

Te lo prometo]

 

Estela extiende sus brazos dispuesta a abrazar al horizonte de tonalidades intensas. Luego toma una foto con el smartphone y procede a navegar entre las opciones de la cuenta @EvaRojas0-0. Los datos estadísticos de su hija se despliegan: sigue sólo a una cuenta, tiene sólo un seguidor, ella, en ambos casos. Abre el campo para escribir otro tuit que sería el tercero. Añade la imagen que acaba de registrar pero duda al enviarla. Cierra los ojos. Acoraza el teléfono con sus manos y así se presiona el pecho, justo donde pende su dije en forma de cruz.

Algunas nubes rojas se colorean de azul celeste y se difuminan en la altura; otras simplemente se tiñen de blanco.

Estela cancela el envío del tuit. Abandona la cuenta de su hija para siempre. Sus ágiles yemas impactan sobre la pantalla táctil. Ingresa como @estela1707 y configura su perfil de usuario. Queda así:

 

[Estela

@estela1707

México

“Mujer que charla con Dios sobre los duelos de su generación. Mujer al interior de una crisálida de nubes rojas”.]

 

Y destina como fondo la fotografía de esa tarde: en primer plano, la perfecta silueta de un ave emprendiendo el vuelo hacia las nubes…

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