Cada mañana, Manuel se levantaba, subía la persiana de la pequeña ventana que había tras su cama y desayunaba un café y dos tostadas mientras leía el periódico. A las nueve en punto comenzaba su jornada laboral. Era profesor de Antropología Social y Cultural y le encantaba su trabajo. 

Cuando terminaban las clases, solía charlar con los pocos amigos que conservaba de la juventud o con otros que había hecho en los últimos años gracias a las aficiones que compartía con ellos. Si ninguno de ellos estaba disponible, jugaba al fútbol con el mismo equipo que lo había hecho siempre.

Los fines de semana, como no tenía que dar clase, aprovechaba para leer textos sobre antropología. Excepto el sábado por la mañana, que era el día que dedicaba a hacer la compra.

Solía cenar temprano y lo hacía viendo una de las muchas series que seguía o alguna película que le hubieran recomendado. Una vez que terminaba lo que estuviera viendo, apagaba el ordenador frente al que había pasado todo el día, bajaba la persiana y se iba a dormir.

La rutina de Manuel no se alteraba nunca. Sin embargo, aquel día fue diferente. Cuando estaba subiendo la persiana, oyó la risa de un niño que jugaba en la calle. Abrió la ventana y se asomó. El pequeño tenía un pompero y se divertía haciendo pompas y explotándolas. Miró al niño y luego todo lo que le rodeaba. Había olvidado el bonito parque que había frente a su casa. No era muy grande, pero tenía árboles muy altos que, en aquella época del año, estaban frondosos. Además, el césped estaba muy bien cuidado y había una hermosa fuente que acentuaba el aire bucólico de aquella imagen.

En lugar de encender el ordenador como hacía siempre, Manuel decidió ir al quiosco a por un periódico de papel. Al salir a la calle, los primeros rayos de sol del día le devolvieron a un mundo real del que se había alejado hacía tiempo. Comprendió que, aunque le gustaba dar clase en una universidad a distancia, hacerlo de manera presencial, viendo las caras de sus alumnos, tenía que ser aún mejor. Que, aunque las redes sociales estaban bien para charlar con la gente que estaba lejos, con los que estaban cerca podía tomar un café. Que, aunque siempre había jugado con el FC Barcelona en los videojuegos, hacer deporte de verdad le vendría muy bien. Que, aunque en Iternet podía encontrar prácticamente cualquier texto, ir a la biblioteca de vez en cuando podía ser interesante. Que, aunque piratear era más barato, no estaría mal ir de vez en cuando al cine. Que, en definitiva, había llegado el momento de volver al mundo real.

Sin embargo, cuando llegó a la esquina donde él recordaba que había un quiosco, encontró una heladería. Se quedó frente a la puerta. No sabía a qué otro sitio ir. Pensó que no pasaba nada por leer el periódico en el ordenador, pero se prometió que esa tarde quedaría con algún amigo.

Al volver a casa, desayunó leyendo el periódico en el ordenador, igual que había hecho cada mañana durante los últimos cuatro años. Cuando terminó, aún quedaba media hora para que comenzara su clase, así que cogió el móvil y mandó un mensaje a su amigo Cristóbal.

«Lo siento, ya tengo planes. ¿Nos vemos otro día?»

Probó con Rafa.

«Estoy de viaje de negocios. Si quieres te aviso cuando vuelva y quedamos.»

Su última opción era Borja.

«Mañana es el cumpleaños de mi hija y hoy tengo que preparar la fiesta. ¿Te viene bien la semana que viene?»

Manuel comprendió que sus cuatro años de aislamiento le habían alejado del mundo más de lo que él creía. Él le había dado la espalda a la realidad y la realidad había terminado olvidándose de él. Finalmente, aquel día lo pasaría como todos: sentado en su silla frente al ordenador.

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