EL TOQUE VITAL

Martha Patricia Ruiz Cifuentes

Las tensiones de un nuevo día de trabajo parecían acumulársele entre pecho y espalda a Sebastián. No habían servido los tratamientos en cámaras hiperbáricas, ni las sesiones con ultrasonido para mejorar su estrés. Pensaba lo bien que le sentaría conocer a alguien y disfrutar de una charla al calor de una copa de vino. Cuánto anhelaba una cita de verdad, con una mujer real. Pero hacía mucho tiempo se había marginado de toda actividad social física; para eso estaban las redes sociales, allí podía adoptar cualquier personalidad a su antojo. Pasar de astronauta a director de orquesta; de ingeniero biomédico a experto mutagenetista; cualquier cosa era preferible para no reconocer que era un restaurador. Pasar los días en un laboratorio entre rayos equis, láseres, programas de animación y hologramas no parecía ser una ocupación muy emocionante para las jóvenes de la época. Pero allí era dios y señor. Llegaba todos los días resuelto a darle vida a cada creación. Se sumergía en las longitudes de onda del espectro electromagnético afinando colores, definiendo volúmenes, hasta asegurarse de crear una proyección más natural. Estaba orgulloso de haberse convertido en un experto de reconocimiento internacional.

Cuando lo llamaron del Palacio Apostólico del Vaticano necesitó hacer grandes esfuerzos para disimular su sorpresa y emoción; eso solo podía significar que le confiarían las más preciadas obras del renacimiento florentino. Sin pensarlo dos veces alistó maletas y viajó. Después de firmar seguros, cláusulas y compromisos instaló su laboratorio en la bóveda central de la Capilla. Pasado un mes de intenso trabajo y considerando la obra prácticamente terminada decidió distanciarse un poco para realizar una mejor valoración.  Se tomó el fin de semana para descansar y el lunes en la tarde regresó preparado para dar el toque final. 

Al ingresar Sebastián a la capilla pensó encontrar el silencio habitual en que había trabajado durante todo un mes, pero el sonido de una voz algo molesta retumbaba haciendo eco en la bóveda central. Se acercó a prudente distancia para escuchar, cuidándose de no interrumpir. Fue entonces cuando vio sus equipos alterados por una sobrecarga de voltaje, o algo similar, emitiendo rayos luminosos de diversos colores contra las paredes y formando irregulares retículas para luego desintegrarse en cualquier rincón. Arriba, en la cúpula, un hombre de formidables músculos parecía luchar contra la rigidez de su cuerpo que lo mantenía con el brazo extendido en un inútil esfuerzo por alcanzar el dedo índice de un anciano. A pesar de sus limitaciones empezaba a reconocer su fortaleza, su superioridad.  Le parecía eterno el tiempo esperado, debía liberarse, era el momento de actuar. En tono autoritario y fastidiado se dirigió al anciano:

—¡Oye, tú!  ¿Podrías decidir mi suerte de una buena vez?  Si vas a darme ese toque vital no lo pienses más, o, vamos a  quedarnos aquí suspendidos por toda la eternidad.

El silencio fue la única respuesta. El viejo de cabellos grises y barba encanecida también mantenía su brazo extendido, pero al parecer libraba su propia batalla. La mujer a su lado sutilmente pero con firmeza lo sujetaba por el brazo impidiéndole aproximarse. Pronto se dieron cuenta de lo irónico de la situación, uno creyéndose el centro de la creación, el otro creyéndose el creador, pero ambos congelados en el tiempo se encontraban sujetos a la voluntad de un ser superior. Tan cerca y tan lejos. Golpeado en su orgullo se dispuso a encontrar respuestas. Tensó sus músculos todo lo que pudo para ver mejor. Recorrió con la mirada la bóveda celeste donde se hallaban suspendidos, un poco más abajo pudo ver el entramado de rayos luminosos golpeando desordenadamente contra las paredes de la capilla ¡De repente! en el suelo, detrás de una columna, divisó la pequeña figura de Sebastián observándolos desconcertado, tratando de comprender lo sucedido. Sin pensarlo dos veces le gritó:

—¡Oye, tú!   

—Quién, ¿yo? —respondió sorprendido Sebastián

—No veo aquí a nadie más. ¿Quién eres tú?

—Yo soy Sebastián, el restaurador, y estoy encargado de la preservación holográfica de “La Creación de Adán” —agregó.

—¡Perfecto! Solo queremos acercarnos para recibir el Toque Vital.

—Pero… es que ustedes no están destinados a tener vida propia. Probablemente, tan pronto se reparen los equipos y restablezca el sistema, ustedes recuperarán su inmortalidad y el sitio de honor que les corresponde. La vida es pasajera, ustedes son eternos. Lo dijo verdaderamente convencido, con admiración; pero en el gesto de Adán se adivinaba la decepción y furia contenida. El anciano, ignorando los comentarios de Sebastián, seguía mirando a Adán, estaba orgullo de su creación. La mujer no podía dejar de fijarse en esos músculos elevándose altaneros aún en estado de reposo, advirtiéndole sobre el peligro; le hablaban de poder y control, pero aun así por primera vez lo consideró hermoso. Se sintió a la vez atemorizada y subyugada. Por sus miradas supo que no le era indiferente, y un cálido cosquilleo, nunca antes experimentado, la empezó a recorrer. No le quedaba duda; si el toque se producía, su universo no volvería a ser igual. Sonrió discretamente. Aun cuando no ocupaba un lugar muy destacado en la composición de la obra sabía que mientras ellos se disputaban el control de la situación ella podía encontrar soluciones al problema; después de todo estaba allí para cuidar algo más que la proyección de su imagen con posibles  pixelaciones.

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