Mi padre era médico del pueblo. Trabajaba en el Hospital de la ciudad más cercana durante el día y, ya por la tarde, se desplazaba a mi casa donde seguía ejerciendo su profesión. Tras el juramento de Hipócrates había dedicado su vida a sus dos grandes pasiones, la medicina y la familia. Tenía, a su vez, otra pasión; pero ésta no la entendía yo cuando tenía quince años y sucedieron los hechos que a continuación relato.
Su otra pasión era la velocidad. Tiempo después he constatado que, en sus reuniones con otros apoderados del pueblo, se jactaba del cada vez menos tiempo que tardaba en hacer el recorrido entre la ciudad y mi pueblo.
– Hoy he pasado a setenta por la Camborra – decía ufano en sus reuniones.
La Camborra era la curva más cerrada de las que te encontrabas en la carretera. Tenía una señal que te recomendaba tomarla a no más de 50 km/h; y si encima había llovido, había niebla o barrillo del relente nocturno, mejor aminorar la marcha.
El R-8 era un maquinón de la época. 79 CV, propulsión trasera, estabilidad forzada con esas ruedas traseras tan abiertas… Mi padre entró en La Camborra a unos sesenta km/h, pero, o bien las frías temperaturas, o desgaste de neumáticos o lo que fuera, el coche se le fue de atrás. Cruzado el vehículo se arrastró lateralmente hasta estrellarse con el pretil y arrancarlo de cuajo. La cabeza de mi padre ejerció un movimiento hacia atrás con una violencia inusitada, su espalda apoyó en el asiento y su cuello se quebró por la parte más débil, las cervicales. Su cuerpo, cuando el coche volcó, salió despedido a través de lo que quedaba del parabrisas. “No sufrió” le consoló el Cabo de la Guardia Civil a mi madre cuando le transmitió la noticia.
Desde entonces, hasta hoy, han pasado treinta y cinco años. Yo, a su vez, hice un gran esfuerzo y honré la memoria de mi padre. Trabajé duro para superar los estudios y el temido MIR. Conseguí plaza en un Hospital de una cercana provincia y conocí a la que sería la madre de mis hijos. Tal como mi padre, tuve dos grandes pasiones, la familia y el trabajo. De la otra gran pasión de mi padre procuré no enamorarme, de hecho, otros compañeros de profesión preferían llevarme a mí en sus coches a que yo les llevara, les exasperaba me decían.
Cuando murió mi madre hace dos años, mi hermana, que la acompañaba en el viejo domicilio familiar, sacó el tema del problema sanitario en el pueblo.
– Desde que murió Padre no ha habido estabilidad con el médico del pueblo. Viene uno por las tardes, pero cada año es uno distinto y la población cada vez es mayor. Lo que necesitan los viejos de este pueblo es alguien que, como padre, les mime.
Aquello me hizo pensar y, animado por mi mujer, decidí pedir el traslado y ocupar la vieja plaza que ejerció mi padre. A los niños, teníamos dos por entonces, les vendría bien la vida rural que, además, se estaba poniendo de moda en el ambiente urbanita.
Lo peor, como os podréis imaginar, era rememorar cada uno de los días el accidente de mi padre. Cierto que habían reasfaltado La Camborra, que ya no era esa terrible curva de mi adolescencia; pero, aún así, yo la seguía teniendo un supremo respeto.
La otra tarde tuve movida en el Hospital. Cada vez hay menos recursos humanos y más gastos que asumir. Tuve que aplazar varias consultas y, he de reconocerlo, salí alterado. Sin darme cuenta, con la cabeza en otros sitios, pisé el acelerador más de lo normal. Ese mediodía había caído una lluvia primaveral, sin embargo en este momento había un brillante sol decadente y los rayos se reflejaban en la carretera dificultando la visión.
Pensamiento en otras cosas, acelerar más de la cuenta y afrontar La Camborra son una combinación poco afortunada. Probablemente entré en la curva un poco pasado de velocidad. El coche comenzó a derrapar de atrás, en ese momento el ordenador activó el Sistema Estabilizador; accionó los frenos y endureció la suspensión. Aún así, el lateral del coche golpeó el pretil de la carretera haciendo que mi cuerpo fuese hacia atrás a una velocidad inusitada; sin embargo, el sistema pretensor del cinturón activó su carga pirotécnica y retornó mi cuerpo al respaldo del asiento, a su vez, el reposa-cabeza activo se inclinó hacia mi cabeza permitiendo que mi cuello no hiciese un gran movimiento y así evitar lesiones cervicales. El airbag, con la expansión del volumen del colchón de aire, impidió que saliese despedido del asiento y atravesase el parabrisas. Un localizador de GPS emitió una señal de emergencia y alertó al Servicio de Rescate.
Mi coche quedó siniestro a consecuencia de aquel golpe, pero pude seguir disfrutando de mis dos grandes pasiones durante el resto de mi vida.
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