Los cuervos de Tebaida

Los cuervos de Tebaida

T.

24/05/2017

«Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» [Lc, 14:11].

Si San Pablo el Simple logró encontrar a San Antonio Abad, fue gracias a los cuervos de Tebaida; pues Dios los escogió para ser portadores de las hogazas de pan que lo mantendrían vivo durante su larga travesía por el desierto. Según su mandato, cada día los cuervos podrían recoger el pan de lo más alto de una duna y deberían volar hasta dejarlo caer en las manos de San Pablo el Simple, quien, con una expresión de gozo, lo saborearía con gratitud.

Ésa, desde luego, era una gran responsabilidad para las cuervos, pero la aceptaron como si fuera un honor para su especie. Por eso, el primer día, casi todos estaban emocionados. Sin embargo, uno de ellos permaneció en silencio durante todo el encuentro. Al día siguiente, tampoco graznó como lo hacían los demás. Y, al tercer día, tan sólo emitió un suspiro. Se trataba de Ojo, el cuervo más anciano de la bandada. El resto de cuervos se empezaron a preocupar por él, así que decidieron mandar a Pulso, el cuervo más joven, para averiguar qué le sucedía.

Pulso, queriendo cumplir con su deber, se presentó al siguiente día en el nido de Ojo, y éste lo saludó con un fuerte abrazo. Seguidamente, lo invitó a sentarse y, una vez se encontraron cómodos, Ojo le dedicó las siguientes palabras:

– Qué agraciado me siento, amigo mío, por tu inesperada visita. Este saco de huesos empieza a estar ya muy débil para desplazarse. Verdaderamente, has llegado a esta casa como una bonita interrupción.

– El placer es mío, Ojo. He venido porque querría saber cómo te encuentras, ya que, últimamente, pareces haber perdido el vigor que te caracterizaba y, en parte, me sentía preocupado.

– Joven, es cierto que la edad influye mucho en eso, pero es cierto también que mi estado no se debe meramente a la condición en la cual me encuentro. Realmente, no me siento muy optimista con los tiempos venideros… Pues me temo que el lenguaje parece haberse ahogado en el estanque de la humanidad. Quizá, por eso, la Torre de Babel se construyó sólo para los hombres.

– Hablas en un tono enigmático, Ojo, que me incita a conocer mejor qué quieres decir. Bien cierto es que la soberbia propia del ser humano le ha impedido entablar amistad con las distintas especies que habitan en el desierto. El hombre parece haberse olvidado de sí, pero concibe este olvido como el motor de la historia.

– Por este motivo, yo saboreo concienzudamente las palabras de Dios: «Si fueseis del mundo, el mundo os amaría como a cosa suya; pero porque no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por eso el mundo os aborrece» [Jn, 15:19].

– Entiendo.

En ese momento, Pulso sintió la necesidad de desviar su mirada hacia el horizonte. Sus ojos fueron a parar sobre un cactus que destacaba por encima de los ocres del paisaje y pensó que, por sus espinas, podría haber sido un hombre. No quiso parpadear. Poco a poco, su gesto se fue tornando grave y, con un tono involuntariamente violento, le preguntó al otro cuervo:

-Entonces, ¿qué piensas sobre esta tarea que nos ha encomendado Dios? ¿por qué, según tú, deberíamos servir al ser humano?

– Con amargura siento decirte, querido compañero, que no puedo responder a esa pregunta. Hace tiempo que las verdades de la lógica devinieron insatisfactorias, y las emocionales, insuficientes. Y, ciertamente, a día de hoy, una fe sin cimientos tan sólo puede servir para no temer un futuro irreparable que ya se encuentra enraizado en nosotros.

Pulso, con la cara desencajada, intentó asimilar la crudeza de las palabras que justo acababa de pronunciar su compañero. Después, enfureciéndose, dijo:

– Empiezo a sentirme muy enervado por este sentimiento de incompatibilidad, Ojo. Esos humanos que se olvidan de nosotros deben ser alimentados cada día, y se hacen llamar “los escogidos” de Dios. ¿Por qué Dios parece ser tan misericordioso con ellos?

– Pulso, amigo mío, sé cuidadoso con tus pensamientos…

– Pero, ¿y qué vamos a hacer si, dejando que se empoderen, podríamos estar causando un mal a la Tierra?, ¿y si Dios pudiera equivocarse?, ¿y si siguiéramos entregándoles las hogazas de pan?

– Nosotros los alimentaremos mientras ellos hagan y deshagan las cuerdas de hojas de palma. Y, cuando les llegue la muerte, los animales enterraremos con amor sus cuerpos.

El otro cuervo bajó los ojos con una expresión de tristeza en el rostro y, al cabo de un rato, tomó suficiente aire como para pronunciar una sentencia de la cual más tarde seguramente se arrepentiría:

– Las palabras que descienden del cielo también son las nuestras.

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