Las sombras se arremolinaban audaces, enredadas, violentas, sobre la fría pared de desnuda roca. Al final de la garganta oscura se percibía una claridad áurea, pura, imposible, cuyo contraste hacía de aquel lugar un pozo oscuro, desesperante y aterrador.

Había conseguido traspasar la entrada, se había adentrado pasos abajo en gruta y pesadilla a partes iguales y haciendo acopio de una valentía cultivada a fuego lento, procesual, rica en matices propia de habitar el maravilloso mundo de la verdad, había conseguido descender por su propio miedo hasta una amplia explanada al final de la gruta.

Seis era valiente, no lo había sido siempre, pero un día descubrió la verdad.

El hecho de tener a su alcance la originalidad pura, la primera versión de un todo eterno, le ayudó a escoger correctamente e ir trazándose un camino acertado y relativamente sencillo.

Seis se había acostumbrado a observar la plenitud. Para ella era algo normal. La belleza en estado puro desplegaba sus alas y cualquier elemento, vivo o inerte de su onírico mundo de las ideas, resultaba único, radiante y perfecto. Acostumbraba por ello a detenerse y sentir, gozar el momento puntual, único, pleno y ello se había convertido en uno de sus pasatiempos favoritos. Este hecho actuaba en su ser como un bálsamo reparador y a todo aquel que mostraba cierto interés le transmitía su poderosa utilidad, haciendo mundo su maravilloso hallazgo.

Pero encontró la gruta. Su universo ideal y perfecto contenía en sí mismo un elemento de distorsión, extraño, llamativo y singular.

Por ello decidió entrar.

No lo pudo evitar y traspasó el umbral.

Al principio sus ojos no se acostumbraban a la repentina oscuridad por lo que tuvo que esperar un rato centrando su atención en el sentido del olfato, que le transmitió al instante un penetrante olor a piedra y agua vieja, desconocido para ella hasta ese momento.

Comenzó a caminar por el pasadizo pétreo, agachándose de vez en cuando para salvar el desnivel, que le llevaba irremediablemente hacia las entrañas de la Tierra.

A medida que sus perfectos ojos de perfecto ser humano se acostumbraban a la oscuridad, vislumbró la amplia explanada pasadizo abajo. Cuanto más se acercaba más claras se definían unas formas, familiares y extrañas a la vez, sobre la gran pared que formaba la cueva en su parte final.

Llegó por fin y los pudo ver.

Alineados frente al abrigo rupestre y observando absortos las sombras de la pared, se encontraba un número indeterminado de personas. Hombres y mujeres en diferente proporción, sentados de rodillas, con las piernas cruzadas o en cuclillas y maniatados seguían un negro discurso con extremada atención, sin emitir sonido alguno ni demostrar emociones evidentes, adoptando un conformismo exagerado, como de muerto dentro de vivo.

La primera sensación de Seis ante tal escenario fue de una profunda compasión y los quiso ayudar. Desatar las cuerdas fue el impulso siguiente y probó con un hombre situado en la zona izquierda. Para su sorpresa, el reo continuaba anonadado mirando la pared, Seis lo intentó varias veces, pero al comprender que solo con su esfuerzo sería imposible, cejó en el empeño.

Cambió de estrategia y rodeó la estoica hilera hasta colocarse delante. Cuando comenzó a dirigirles la mirada uno por uno, la mayoría desvió la mirada. No lo podía creer. Agitó los brazos, contorsionó el cuerpo, gritó, pero de nuevo ellos y ellas giraban la vista con estudiada delicadeza, ocultando su mirada.

Entonces ocurrió el milagro, cuando su perfecto sentido del deber estaba casi mutilado, su mirada se cruzó con la de uno de ellos. Era una mujer joven, había en ella una chispa de curiosidad y Seis supo detectarla. Entonces, compartieron una tímida sonrisa.

La interactuación había comenzado.

Nueve despertó.

Fácilmente la liberó y la invitó con un gesto a darse la vuelta. Al principio Nueve se negaba a dejar de mirar las sombras y observaba como de hito en hito, la pared y los ojos de Seis alternativamente.

La perfección de Seis la llevó a concluir que el gran paso de Nueve al mirarla, le haría llegar más lejos y tuvo mucha paciencia.

Finalmente, al ver la sombra de un maravilloso caballo, Nueve consintió girarse. Siempre acompañada por Seis, se alejó unos pasos y levantó su vista hacia el exterior. A la entrada, majestuoso y con un porte increíblemente elegante, no en vano era perfecto, se alzaba el equino. De un blanco penetrante, su figura real resultaba sombra para los domados humanos del fondo.

Nueve no daba crédito y casi no lo pudo soportar, sentía que las sienes le iban a estallar y un extraño mareo se había adueñado de su cuerpo entero. Comenzó por negar la evidencia y creyó firmemente que la increíble experiencia era de un sueño. Al comprobar que el tiempo pasaba y todo parecía real, decidió convencerse. Comenzó a ascender decidida, se zafó de Seis y dando grandes zancadas se acercó a la entrada de la cueva.

A mitad de camino se detuvo. Cuando la paciencia de Seis evidenciaba una profunda comprensión entremezclada con unas dosis de empatía y lástima, Nueve cayó al suelo y comenzó a llorar desconsoladamente. Tuvo espasmos fruto de una profunda renovación, con las lágrimas salían a la vez dolor y frustración. Le daba mucha lástima su ceguera y cuando pensaba en aquellos que vivían como ella, el sentimiento tomaba forma de honda frustración. Lloró mucho rato y Seis se mantuvo inmóvil a su lado.

Cuando cesaron las lágrimas continuó la ascensión y al llegar a la entrada la luz pura y eterna le cegó de tal manera que tuvo que taparse la cara con ambas manos. Seis la tranquilizó y muy despacio retiró las palmas pegadas a sus ojos.

Nueve, frente a frente con su libertadora giró la cabeza a ambos lados y observó la verdad. Hondamente aspiró varias veces y dirigiendo la mayor de las sonrisas a Seis, continuó sendero arriba, ahora sí, bañada por la tibia luz de un Sol perfecto.

Maricarmen Carratalá Hurtado

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