El aniversario vuelve a caer en sábado como hace siete años. Coincide con el concierto de verano en el polígono. Es igual, la música entrecortada y abrupta invadirá cada sueño y habrá cortes de electricidad y quienes estén discretamente celebrando un cumpleaños verán la oscuridad rodeando los globos alegres y silenciosos, por que serán casi las dos de la madrugada. Se desordenará el tiempo en los relojes, que quedarán parpadeando inexactos, no es el regreso de la luz que ahuyenta la oscuridad quien legitima nuestro ritmo: es otra cosa. Las máquinas quedarán detenidas, como la música invasiva del concierto se convertirá en silbidos y gritos ebrios de quienes no esperaban la repentina oscuridad. Correremos con la linterna del móvil a buscar una de verdad, para seguir celebrando discretamente el aniversario.
– Bajad, se ha caído y no me contesta.
Entonces correremos con las linternas de verdad y las del móvil. Correremos tratando de detener el aniversario y no podremos: El padre habrá dejado de parpadear y se convertirá en un ser de tiempo limitado cuyo nombre deberemos acompañar del pretérito imperfecto, como todo lo que se tiñe de silencio y queda sostenido en la memoria y no acaba de pasar:
– ¿Qué puede estar pasando para que se esté yendo tanto la luz por aquí? Parece que se ha quedado dormido.
Dormido en el límite del sueño y el recuerdo; callado, como si alguna vez hubiera sido capaz de hacerlo; quieto, incluso los dedos quietos; sin respiración. Y ella cada año desde lo más abrupto de la soledad nos llamará: si queréis venir a cenar conmigo, así paso mejor el día.
Iremos aplastados por el aniversario perpetuado del padre y tardaremos algunos años en reconocer que era arisco e intratable: el mundo estaba siempre equivocado, la mayoría de las cosas eran tonterías innecesarias y era complicado vivir los días con la memoria repleta de rabia por los acontecimientos en los que les tocó vivir sin más sueño que resistir para seguir aquí hasta el final.
– Mira, hoy ha caído en sábado, ya van las fiestas del polígono: A lo mejor aún estaría aquí.
– ¡Ay! No pienses eso, era muy mayor y la salud también estaba empezando a fallarle, por favor, mamá. Es la vida.
– Pero si no se hubiera ido la luz tantas veces no se le habría parado la máquina y él hubiera pasado buena noche.
– Hace siete años. Ya no estaría aquí de todos modos. Hay que vivir con eso.
– Eso no lo sabemos.
– Es un hecho. De hecho, ya no está aquí.
– Pues es muy injusto porque siempre fue muy trabajador y muy honrado, y bueno, muy bueno: menudo corazón tenía.
– ¿Pudiste, acaso, hablar tranquilamente con él alguna vez?
– Tampoco te pases.
– No me paso, que lo diga, ¿una sola vez con serenidad?
– Pues a mí me falta, aunque fuera para discutir, yo preferiría que estuviera aquí. Le echo de menos todos los días.
– Claro, formaba parte de tus cosas.
– ¡Cosas! ¿Cómo puedes decir “cosas”? ¿Era una cosa para ti papá? ¿No le lloras?
– Tu hermana y él eran tan parecidos que no se entendían. Así es la vida, hijo.
– Pero si celebrábamos su cumpleaños en el piso de arriba para no molestarle, ¿qué estáis diciendo? El mundo es menos hostil ahora. La memoria os juega una mala pasada.
– O no. Quizás nos protege de esa verdad insoportable que dibuja hostilidades y miserias. Era bueno, eso no puedes negarlo.
– Era un hombre lleno de ira que gozaba de reunir a la familia para subir el volumen de la televisión. No quería saber absolutamente nada de nadie ni de nosotros. Digamos que todos hemos descansado.
– Probablemente atrapado en esa verdad que a ti tampoco te permite vivir. Es repugnante no tener una criba de recuerdos que dibujen un mundo atractivo. Mis recuerdos tienen belleza. Yo…
– Será mejor que recojamos y nos acostemos, empieza la música y no tardarán los cortes de electricidad, nos quedaremos a oscuras. Aunque dudo que se pueda estar más a oscuras.
– Sí, vamos a recoger y nos acostamos, porque no entiendo nada de lo que estáis diciendo. Yo no recuerdo así a vuestro padre.
– Tranquila, ve acostándote. Nosotros recogemos.
Y mientras dormía mi padre lívido se sentó junto a mí en la mesa, me miró con su extrema severidad habitual y apretó mi mano derecha con la suya.
– ¿Qué haces tú aquí? ¿Ya has visto que nunca fuiste necesario? Nadie recuerda cómo eras. Han tenido que idealizarte para urdir una vida bonita contigo en sus recuerdos. ¡Suéltame!
Empezó a toser escandalosamente como si pudiera volver a morirse.
– ¡Suéltame! Nadie puede morirse dos veces. Ya estás muerto y no saben qué hacer con sus vidas. Al menos hubieras servido para algo más que asustar. Tanto respeto solemne y tanto masticar exabruptos para que siguieras pareciendo poderoso. ¡Y déjame leer! Tu monopolio mide lo mismo que un ataúd ahora.
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