“¿Dónde están los héroes?”, preguntó mi instructor durante la última clase del curso para paramédico, entre mi grupo de compañeros se escuchaban murmullos pero ninguna voz clara, sin embargo yo sabía las respuestas que debían pasar por sus mentes. La mayoría cuando consiguió el valor suficiente para responder, dijo que los héroes eran los paramédicos que aspiraban a ser, el rostro de satisfacción de mi instructor me confirmó que era la respuesta que esperaba, pero no como la respuesta correcta, sino como parte de una rutina que ya había interpretado varias veces. “Los héroes están en el cementerio”, dijo mi instructor, los rostros de mis compañeros se tornaron serios, el mío también, aunque imaginaba que la respuesta que ellos habían dado no era la correcta, no me esperaba la que había dado mi instructor. Resultaba que aquella rutina era una manera que tenía de disuadir a los aspirantes a paramédicos de tomar riesgos innecesarios o estúpidos, también lo decía con el propósito de formarlos con una perspectiva más humilde de lo que es ser un paramédico. “Un héroe salva una persona y muere, un paramédico tal vez no pueda salvar la vida que el héroe hubiera salvado, pero tendrá toda una vida para salvar más vidas que las que salvó el héroe”, con esa frase concluyó la clase y el curso mi instructor.
Guardé con mucho cariño aquella lección, pero mi concepto de héroe no se limitaba al de una persona que salva vidas. Si alguien me hubiera preguntado quién era mi héroe, hubiera respondido que mi abuelo adoptivo, que en realidad era el bisabuelo de mi hija por parte de su madre. Era un hombre sencillo, había crecido en las montañas, sin acceso a educación básica, al llegar a la ciudad consiguió trabajo de barrendero en el ayuntamiento, que complementaba con trabajos de un día, como limpiar terrenos llenos de maleza o pintar casas, fue así como pudo mantener a su familia. Lo conocí poco antes de cumpliera sus sesenta y cinco años, se había jubilado, recibía una modesta pensión del ayuntamiento, trabajaba en una iglesia como sacristán y aún hacía trabajos de un solo día. Mantenía a todos sus nietos, incluso absorbía la mayor parte de los gastos de mi hija para que su madre y yo pudiéramos seguir estudiando, y lo hacía a base de puro trabajo duro. Nunca le dije cuánto lo admiraba. Cuando falleció, ya no hubo nadie que persuadiera a la madre de mi hija permitirme verla, y ya que yo había sido tan confiado, no tuve elementos para defenderme ante el juez cuando este determinó que no tenía derecho sobre mi hija.
Han pasado seis años desde que me convertí en paramédico, dos años desde que la madre de mi hija se la llevó lejos de mí y no supe más de ellas. Es el inicio de la guardia nocturna, apenas he terminado de ponerme el uniforme, y me envían a la ubicación de un incendio. Al llegar mi compañero y yo en la ambulancia, visualizamos un edificio de apartamentos en llamas, los bomberos aún no han llegado. Apenas bajo de la ambulancia, una docena de personas se aproxima, todos caminan, es una buena señal, distingo quemaduras leves en algunos de ellos pero nada grave. Indico el área donde se agruparan para hacer el triage, pero antes de iniciar noto una pareja muy cerca del edificio incendiándose, ninguno parece haber estado dentro del incendio. Mientras me acerco a ellos para indicarles que deben retirarse de esa zona, noto que la mujer llora desconsoladamente, no emite palabra alguna, el hombre le grita pero también llora. Apenas me ve el hombre, corre hacia mí, me explica que recién llegaba del trabajo, encontró a su mujer fuera del edificio, pero no con su hija. Por primera vez escucho a la mujer hablar, dice que fue a comprar lo necesario para preparar la cena, que al ver como dormía su hija no quiso despertarla. Ambos llorando me piden hacer algo, el protocolo me marca realizar el triage y atender a los lesionados, entrar a un edificio en llamas es trabajo de los bomberos, no de un paramédico. El hombre saca de su cartera una foto de su hija, me vuelve a pedir que haga algo, recuerdo la última lección de mi instructor. El hombre dice que su hija tiene dos años, justo la edad que tenía mi hija cuando la dejé de ver. Observo el edificio, hay demasiado humo, lo más probable es que la niña ya se haya asfixiado, les pregunto dónde se encuentra su apartamento, cuando me dicen que en la planta baja, recuerdo que el humo viaja hacia arriba y pienso que hay una pequeña posibilidad de que siga con vida. Me olvido de los protocolos, de las palabras de mi instructor, pienso en mi hija, mi hija que está creciendo sin su padre, pienso en la niña de la foto, ella tiene a sus padres juntos, pienso en el dolor que he sentido por años desde que me despedí de mi hija. Entro al edificio arrastrándome, con un pañuelo húmedo me cubro la boca y la nariz, llego al final del pasillo, entro al apartamento, ahí está la niña, está llorando, pongo el pañuelo sobre su nariz y boca, salgo corriendo con ella en brazos, al salir entrego la niña a sus padres, trato de mirar a la niña pero todo se ve borroso, he respirado demasiado humo. Siento que alguien me carga, creo que estoy en la ambulancia, escucho a mi compañero decirme estúpido, mientras me revisa, dice en voz alta mis signos vitales. Moriré, estoy seguro, esas cifras me lo dicen. Cierro los ojos, saber que morirás te permite elegir tus últimos pensamientos, decido morir imaginando el rostro de mi hija y su voz diciéndome papá, sonrío, tal vez hoy me convierta en un héroe para los padres de esa niña, pero pienso que hubiera preferido seguir siendo el padre de mi hija.
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