-Eh, tú, es mi novia ¿qué te crees que haces?
-¿Qué?
Bam! Botellazo a la cabeza.
Otro sábado cualquiera para Blas.
-¿Pero… qué ha pasado?
Un insoportable zumbido atraviesa sus sienes y le recuerda lo sucedido.
-Oh, por supuesto.
Apoyado entonces en los cubos de basura consigue ponerse en pie. Error de novato: al suelo de nuevo. Una brecha en la frente no permite esa clase de gestos bruscos.
-Sí, Mejor me tumbo aquí un rato.
Se acomoda entre las basuras malolientes y con una botella se hace una almohada. La acaricia suavemente y… ¿a dormir?
-Eh, tú, ¿qué te crees que haces?
-Otra vez no por favor –piensa Blas.
-Me has invocado, ¡pide tus deseos!
-¿Qué?
-Soy el genio de la botella, adelante, pide tus deseos.
-Madre mía, juraría que no he bebido tanto.
-Cállate incrédulo. Mucho antes que tú nacieses y mucho después de que mueras he castigado y castigaré a los excesivos. ¡Vamos, tus deseos!
-Mira, no busco problemas, solo quiero irme a mi casa y que se me pase este dolor de cabeza. No sé quién eres, por favor, déjame en paz.
-Bien, que así sea. Te queda un deseo y veinticuatro horas. Aquí te espero, no llegues tarde.
A la mañana siguiente Blas se levantó como cualquier domingo: sin saber cómo había llegado a casa y con una sorprendente historia que contar.
-Un genio de la botella… Qué ridiculez. A saber qué me pusieron en la bebida.
Salió de la cama y se fue a la ducha sin dar crédito a su memoria alcoholizada. Sin embargo, al pasar por delante del espejo descubrió atónito su frente inmaculada. Ahora la noche anterior volvía como un fogonazo que le detuvo el corazón. ¿Qué había pasado realmente? Un vértigo mareante lo sentó en el suelo y un nudo en la garganta lo empezó a ahogar.
-¿Puedo pedir un deseo?
Las posibilidades empezaron a atropellarse en su mente pero sin que ninguna pudiese erigirse sobre las demás. Al contrario, como más pensaba menos sabía qué hacer. Tantas opciones lo paralizaban. Pues si bien todas las opciones que se le ocurrían eran buenas, ninguna era perfecta. Pero no podía conformarse con menos, de lo contrario, se arrepentiría toda la vida.
Por suerte, por la ventana entró la solución. El rugido de una gran moto le aclaró las ideas: por fin, después de tantos años, podría comprarse la moto que un ligón profesional se merecía. Aliviado ya notaba el olor de gasolina subiéndole por la nariz cuando…
-¡Una moto! ¿Puedo tener lo que quiera y voy a pedir una simple moto? No tengo porque escoger nada, me quedo con todo: una cuenta bancaria sin fondo, para siempre.
Cogió entonces su chaqueta y salió pletórico a la calle en busca del antro donde la noche anterior se le apareció el genio. Estaba tan contento y confiado que de camino tuvo tiempo para detenerse a celebrarlo en su bar habitual.
-Hola Blas, ¿lo de siempre?
-Hoy no Juan, hoy me vas a sacar el champagne.
-Vaya, tirando la casa por la ventana. ¿Te ha tocado una herencia o qué pasa?
-Algo así.
-Bueno, pues vete con cuidado, y a ver a quién se lo dices, que ya sabes cómo acabó Paco.
Era cierto. Al bueno de Paco no le había ido nada bien. La envidia se llevó muchos amigos y el dinero resultó no poder comprar casi nada.
-Claro –pensó Blas- por qué perder el tiempo con los medios cuando puedo procurarme el fin. Le pediré al genio que me haga feliz: el hombre más feliz del mundo.
Se acabó su copa de cualquier manera, dejó una generosa propina, y se dirigió a por su último deseo.
-Una ayuda por favor. Podría usted ayudarme con unas monedas -sollozó un mendigo.
Cualquier otro día Blas ni se hubiese inmutado. Sin embargo, ese no era un día cualquiera. La felicidad más absoluta le esperaba así que se sentía bondadoso.
-Tenga buen hombre.
-Muchas gracias señor, que Dios le bendiga –contestó avergonzado.
Qué situación más triste, se quedó pensando. Ojalá se pudiese hacer algo. Vaya unos políticos asquerosos que permiten estas situaciones rumió un Blas reconvertido en flamante moralista.
Pero estando ya entre las basuras pestilentes que le habían arropado la noche anterior el vértigo más absoluto volvió a apoderarse de él: ojalá se pudiese hacer algo.
Nuevamente las opciones le paralizaron. Tenía en sus manos acabar con la guerra, con la pobreza… y de un solo plumazo, pero… ¿escogería su felicidad?
Con las manos en la cabeza exhalando sudor frio no podía creerse en la que estaba metido. ¿Iba a dejar escapar su felicidad? ¿Pero qué más podía hacer? ¿Cómo podría vivir sabiendo lo que había hecho? Cada telediario se convertiría en una tortura. Cada mala noticia sería una acusación terrible. Escogiese lo que escogiese se arrepentiría. ¿Qué escapatoria tenía ese regalo envenenado?
Ya lo sé –dijo aliviado. ¿Un genio, qué genio, quién ha visto nunca un genio? Me voy a mi casa que aquí no ha pasado nada.
Pero justo antes de que pudiese emprender su fuga una llamarada le cortó el paso y tras ella apareció el genio.
-¿Y bien, cuál es tu último deseo?
-Sal, déjame en paz. No quiere ningún deseo.
-No seas tímido, escoge lo que quieras. ¿Dinero, mujeres, poder? Adelante.
-Te digo que te vayas, déjame… deseo no tener este tercer deseo.
-Perfecto –una sonrisa, y el genio se esfumó.
Aliviado, pero muerto de nervios, salió corriendo de ese maloliente callejón. Había que olvidarse de todo eso cuanto antes.
No obstante, en su huida, advirtió nuevamente al mendigo que había ayudando y entonces, cayendo rodillas lo comprendió: no había escapado de nada. Ahora, no solo no sería feliz sino que además los pobres seguirían siendo pobres. Todo por su culpa. A ver cómo vivía con eso.
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