Carlos

Marta llegó a casa muy contenta. Tanto su madre como yo nos sentimos aliviados. Era el primer día de colegio tras la mudanza y cabe decir que estábamos bastante preocupados. Los cambios de centro educativo están a la orden del día, pero esto no es óbice para que se pueda seguir considerando una situación difícil de gestionar. Queríamos una adaptación rápida y cómoda, que no temiera a sus nuevos profesores y que hiciera amigos de inmediato. Por fortuna, el resultado superó nuestras expectativas: ya tenía incluso un nuevo “mejor amigo”.

Durante la cena, Marta nos dio más detalles de su día, aunque casi se le olvida lo más importante: decirnos algo sobre su nueva amistad. Se llamaba Carlos, le gustaba ver casi toda la programación de Boeing, las Panteras Rosas y leer algunos libros de la colección azul de El Barco de Vapor (esto a mí me sonó a una suerte de postureo infantil pero, al menos, mostraba algo positivo: apreciaba la cultura como algo de lo que presumir). Le dijimos que, si seguía hablándose con él los próximos días, podría traerlo a merendar y así hacer los deberes juntos cuando salieran de la escuela. Ella contestó con un leve gesto afirmativo. Parecía, también, un : “bueno, bueno, no me metáis prisa, que quizás no es tan interesante el chico”.

Cuando me fui a acostar estuve hablando un poco con la madre de Marta. Hacía tiempo que apenas hablábamos entre nosotros, en nuestra soledad de pareja, y no pude evitar preguntarle si era capaz de imaginarse como sería la vida de Marta dentro de unos años. Ella me contestó con otra pregunta: “¿Quieres saber si ella será como nosotros?” A decir verdad, no era exactamente esa la pregunta que tenía en mente, pero también era algo que me preocupaba, claro está. Quizás debí ser más concreto. Pero ahora no me salían las palabras, los párpados se me estaban entrecerrando, ¡maldito cansancio! Esa era mi enfermedad, estar luchando todo el día contra el tiempo y llegar al final del día sin ánimo ni fuerzas para hacer nada de lo que deseaba.

La merienda

Fui a recoger a Marta a la escuela. Salió con Carlos, y, aunque a desgana, no pudo evitar presentármelo. Se le veía un niño simpático. Le pregunté si quería venir a merendar a casa. Me contestó que ya tenía merienda en la mochila pero que estaba dispuesta a cambiarla si le ofrecía algo mejor. Leche y galletas no parecía un gran plan, pero acabó aceptando.

Una vez en casa, apenas comieron nada. El frenesí infantil por jugar y jugar anuló su apetito y, como no estaba la madre de Marta, nadie quiso hacer hincapié en esa situación (a decir verdad, no sé si yo era muy blando o temía en exceso que Marta me juzgara como una autoridad fría y cruel). Ni tan siquiera pude meter baza para preguntarle nada a Carlos, cosa que, a buen seguro, le parecía más que bien a Marta.

En vela

Me fui a dormir y apenas pude susurrar un “buenas noches” a la madre de Marta antes de meterme en la cama. Tal vez, decir que fui a dormir era impreciso porque, pese a que aún dudo de si me mantuve en vigilia todo el tiempo, lo cierto es que esa noche fue, más que nada, una noche de pensamiento. De espeso pensamiento.

Quizás era una simple y absurda mojigatería, pero la irrupción de Carlos en la vida de mi niña me estaba generando extrañas sensaciones. No es muy concreto, lo sé, hablar en tales términos pero es que precisar más no era posible. Con él, me llegaba la intuición de que el tiempo se repite tantas veces que, al final, se vuelve único para cada uno de nosotros. Carlos rompía con todo lo anterior, pero algo me decía que no era todo lo nuevo que cabía esperar.

Obviamente, de todo esto no podía hablar con la madre de Marta y, por ello, simplemente no dormí para pensar. Pero no me sentí cansado al amanecer.

Asuntos familiares

Carlos ya llevaba varias meriendas en casa y, dado que se había animado a comer alguna galleta incluso a costa de detener su impulso juguetón, aproveché la ocasión para preguntarle un poco acerca de él y su familia. Pero en ese instante recibí un brutal bofetón dialéctico. Él me dijo que eso eran asuntos familiares y que, como tales, se quedaban en su familia. Por supuesto, yo ya no me atreví a preguntar nada más y, pese a que tuve la tentación de llevarme conmigo las galletas restantes, creo que me hice más noble al aceptar el golpe con estoicismo.

Cuando llegó la noche y Carlos ya se había ido, no pude evitar pensar en qué podría estar ocultándose detrás de ese afán por callar. Uno podría pensar que, simplemente, fue una respuesta de niño: es decir, sin filtro. Que sólo me dijo lo que pensaba pero que no había nada que ocultar y, por ende, nada que hallar. Sin embargo, yo tenía el pálpito de que había un problema y una verdad que descubrir.

Mireia

Lo abrupto duele. Uno espera poder regocijarse en su estado o condición, profundizar aun cuando esa situación sea incómoda o dolorosa. Yo creía hallarme ante una naciente angustia pero ésta tuvo que finalizarse antes de su consolidación.

Normalmente, Carlos solía ir sólo a casa, pues decía vivir muy cerca. Pero ese día no. Ese día su madre pudo ir a recogerlo: era Mireia. Sí, era ella. Tuve el privilegio de poder verla a lo lejos, guardando la carta de acercarme o no según mi parecer. Aunque no creo que fuera libre para decidir en ese momento. Después de 12 años sin verla, la quietud no era elección sino necesidad. Al menos para ese instante.

Carlos era, en definitiva, la alternativa a Marta, el camino que no escogí y por el cual siempre pregunté. Y ahora ya tenía respuesta.

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