La ventana de madera había quedado entreabierta, lo que permitía que el aire de la calle hiciera oscilar los visillos, casi transparentes, a través de los que podían verse las aguas del embalse de Bornos.

Lucio Séneca aguardaba sólo, sentado en su sofá, donde lo había dejado María, su nuera.

El anciano, apoyaba sus consumidas manos sobre el faldón rojo cereza que cubría la mesa camilla, tamborileaba con sus dedos sobre el paño y observaba aquel ligero zangoloteo de los visillos. Al tiempo, su boca enmarcaba una invisible sonrisa mientras su corazón se aceleraba por segundos; su nieto Fernán estaba a punto de llegar de su clase de violín, y eso lo cambiaba todo.

Con Fernán, su universo era otro universo.

Sobre el faldón rojo cereza, la libreta de tapa verde estaba abierta por la página en la que acabaron el día anterior, o tal vez el anterior del anterior; no recordaba bien. También listos aparecían los pasteles de colores para pintar y los lápices de escribir, porque con lápiz era más fácil corregir si uno se equivocaba; podrían continuar adornando juntos ese cuento sobre dinosaurios y héroes celestes.

El anciano Lucio Séneca tenía diagnosticado Alzheimer desde hacía diez años, el mismo tiempo que la edad de Fernán, su único nieto. Desde entonces, su mundo comenzó a reducirse, volviéndose cada vez más y más pequeño, hasta que un día Fernán decidió mudarlo todo.

Y es que, con dos años, el pequeño Fernán, leía. Con tres, la enciclopedia universal de su padre se convirtió en su vida. Con cuatro años, se embebía en rompecabezas imposibles, hablaba del espacio, pero lo que más le atraía era el lenguaje.

—Me vienen imágenes a mi cabeza que no consigo definir. Sólo sé dibujarlas. No encuentro palabras para explicarlas —reveló un día a Sebastián, su padre, cuando éste le sorprendió envuelto entre aquellos tomos enormes sobre el sofá del salón.

—Aún eres pequeño, hijo. Demasiado que con tu edad ya sabes leer.

—El abuelo me dice que “el límite de su lenguaje es el límite de su mundo” —le comentó, y añadió inquieto—. Yo quiero que mi mundo sea grande, tan grande como mi mente.

—¿Te ha dicho eso el abuelo? —preguntó sorprendido su padre—. ¿El abuelo habla contigo?

—Sí. Y yo no lo entiendo, porque en mi cabeza suceden cosas que no sé expresar. Necesito conocer palabras, saber componer el lenguaje para entenderme y hacerme entender. No sé cómo funcionan los aviones, el universo, las armas, la ficción, la holografía, cómo sube el agua hasta el último piso de la torre…

—Poco a poco, hijo. Para eso vas a la escuela.

—Demasiado lentos. Dan cosas muy fáciles que ya sé.

Con cinco años, Fernán hablaba de Dios, de la inmortalidad, del infinito e insistía en la limitación de su lenguaje para comprender lo que navegaba por su cabeza.

—Si el hombre ha creado el espacio y ese espacio es infinito y no tiene límites, por qué yo sí los tengo —le planteó—. Por qué no consigo hacerme entender con el lenguaje, por qué no sé usarlo para expresar lo que imagino, dónde se esconden esas palabras, en qué lugar de ese universo se ocultan.

—El hombre no creó el espacio, Fernán. Tampoco el universo. Y sí, sí tiene límites.

—Con algo tuvo que construirse todo esto, papá. Si existen límites, alguien debe conocerlos, alguien tiene que haber viajado hasta ellos. Ahí en esos límites quizás se escondan las palabras que necesito.

Con siete años, María y Sebastián supieron que su hijo poseía altas capacidades y, además, se había convertido en la mejor terapia para el abuelo.

—Si el lenguaje es el límite de su mundo, me preocupa que el mundo del abuelo sea cada vez más pequeño. Un día no va a caber dentro de él. Tengo que defenderlo, que no se encoja, sujetar sus muros, hacer crecer su lenguaje, entender porqué olvida las cosas, descubrir un juego para que las retenga.

—El mundo del abuelo se reduce porque el cerebro no funciona bien, hijo.

—Ya sé. Pero él me habla, maneja las manos, me enseña palabras, me mira. Sólo tengo que encontrar un espacio en su cerebro donde aún no haya llegado la destrucción, donde él pueda almacenar más y más cosas y hacer que se ensanche su mundo. Si su lenguaje se muere, su mundo se muere y su vida no es vida.

Fernán leyó cuanto pudo sobre el Alzheimer, y creyó descubrir una forma con la que su abuelo pudiera conservar su lenguaje, creándole recuerdos nuevos. Y Lucio atendía a su nieto, oía sus explicaciones y, aunque a veces su mente se negaba, su nieto insistía.

—Jugando. Tengo que jugar con él. Hacerle creer que vuelve a nacer, aprendiendo poco a poco —repetía una y otra vez a sus padres.

Un hijo con ‘altas capacidades’ era un problema para la sociedad. Sus padres lo observaban absortos, sin respuestas. Consultaron con especialistas de la mente y filósofos, no sólo de la provincia de Cádiz, sino de toda Europa.

—Déjenlo desarrollarse —coincidieron todos—. Cuiden su vida y denles un espacio donde pueda avanzar a su ritmo.

Aquella tarde, al llegar a casa después de la clase de violín, los visillos ondeaban lentamente y Fernán entró en la habitación de su abuelo.

—Hoy toca caminar, abuelo. Vamos al parque, a ver cómo creció nuestra acacia.

El abuelo lo miró con contrariedad.

—Ya fuimos ayer, Fernán. Hoy toca ir al lago —respondió el abuelo.

Efectivamente, el día anterior habían paseado por el parque.

—Llevas días algo olvidadizo, Fernán. Olvidas el orden —insistió el abuelo, mascullando cada palabra con voz quebrada.

—Estaba poniéndote a prueba, abuelo —bromeó Fernán, sonriéndole, tomándolo de la mano y ayudándolo a incorporarse de aquel sofá —Vayamos juntos al lago, señor Lucio Séneca —le dijo.

En verdad, hoy tocaba pintar, pero Fernán no quiso contradecirle; la filosofía, como ciencia, no siempre tiene solución a las cuestiones que ella misma se plantea.

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