Tengo delante un café humeando en su taza y, sobre la barra, el periódico abierto entre mis manos. “El café de Facundo, el mejor del mundo” es su lema.

Miro las noticias como el que mira un tren pasar. Se suceden como los vagones, una tras otra, pero en este caso sin ninguna ligazón. ¿Sin ninguna ligazón? Quizás tengan algo que ver las inundaciones del Perú con la detención de un político en Madrid. Tanto la inundación como la detención llegan de golpe, sin casi esperarlo: va lloviendo, despacio, y de pronto aparece el torrente con sus tricornios.

No sé para qué quiero saber qué pasa en el mundo. “¿Qué más te da?”, me dice mi esposa. Es una manía. Un mal hábito. No recuerdo ninguna noticia de portada que me haya alegrado el día. Nunca. Entonces, ¿para qué leo el periódico? ¿Para afearme el día? Mala manera de empezarlo. A ver si consigo dejar de fumar y de comprar el periódico.

La portada la ocupan la detención del político y una inundación que ha arramblado con un pueblo entero en Perú. Y ahí me he parado. Ya ni me atrevo a abrirlo para seguir leyendo. Casi me lo sé de memoria, porque ya lo vi anoche en el telediario. Dirá que uno ha dicho que van a declarar la independencia de Cataluña un día de estos; hablará de un montón de corruptos, unos confirmados y otros presuntos, protagonistas de operaciones policiales con más nombres que capítulos el Quijote.

Pero el hábito puede más, y lo abro. Me encuentro con la noticia de que el director de un periódico (de otro, claro) ha amenazado a un político. Inventándose cosas, se le oye decir en una llamada de teléfono grabada. ¿Encima leo “invenciones”?

Si vale “inventar noticias” más valdría que se las inventaran buenas.

Veo también una guerra. Siempre hay alguna vigente. Y pienso en el sentido de la noticia. Yo la conozco, pero medio mundo no tiene ni idea. ¿Importa lo que ocurre?

Mi padre, por ejemplo, no tendrá ni idea de que en Siria hay una guerra, porque a él de los telediarios sólo le importa el tiempo. Así que si quiere agua y anuncian lluvias será feliz por muchos muertos que haya en Siria y si anuncian sol estará triste aunque en Siria se firme la paz. Por lo tanto, ¿esa guerra existe?

En el siglo X, pongo por caso, el resultado de una batalla no se conocía en tiempo real, como ahora, que lo vemos mientras cenamos. Tardaba en llegar la noticia, así que la derrota, o la victoria, no se producía hasta que el mensajero llegaba, porque entre tanto, todo seguía igual, como si nada hubiera pasado, así que nada había pasado. Aunque hubiera transcurrido un año. Yo creo que en esa época mucha gente se moría sin haberse enterado de la guerra. Y fijaos que el rey podría haber estado un año entero con la guerra perdida y sin enterarse. Algo tendrá que ver esto con la relatividad, el tiempo y todas esas cosas que no entiendo. Porque, ¿Cuándo pierde el rey la guerra, cuando sus tropas salen huyendo derrotadas o cuando él se entera? Porque hasta que no se entera la derrota es como si no existiera. Ya me dijeron de niño que cuando miro al cielo de noche, las estrellas que veo no son las que son, sino las que fueron hace no sé cuántos años.

Así que si yo no leo ningún periódico y no veo ningún telediario, ¿nada ocurrirá en el mundo, ni bueno ni malo, fuera de mi alcance? Porque si eso fuera así sería fácil ser feliz.

Y a más: me dan ganas de tirar el periódico a una papelera. Pero, si lo tiro, ¿tiraré también la noticia, o la noticia persistirá?

Y mientras voy pensando estas cosas me encuentro con un recuadro macabro: se está debatiendo quitar la filosofía de la enseñanza media. Y me he acordado de don Amadeo, profesor de filosofía en el instituto y hombre más bueno que el pan, cuando nos decía que había que pensar, que siempre había que pensar, que pensar era la única manera de ser libre, aunque sufrieras, porque si tú no piensas otro pensará por ti. Y que otro piense por ti, decía, es una forma de esclavitud. Y ahora se me ponen los pelos de punta cuando leo que alguien, desde un ministerio, quiere suprimir el pensar. Porque eso es la filosofía. Sería como suprimir millones de años de evolución y dejar el pensamiento constreñido a ciento cuarenta caracteres.

Cuando a Einstein su padre le urgía para que hiciera algo de “provecho”, para que se hiciera profesor, funcionario o cualquier otra cosa seria, él contestaba algo difícil de entender: no quería ser profesor, ni funcionario ni meterse en un laboratorio. Lo que quería era pensar. ¿No es admirable? Sólo quería pensar. Y mira la que armó pensando. Y ahora nuestros genios políticos quieren suprimir el pensar en el colegio. ¿Estarán preparando esa nueva esclavitud de la que hablaba don Amadeo?

No he pasado de la segunda página cuando Facundo me saca de mi ensimismamiento dándome el titular definitivo: Mamenchu tropezó anoche con un escalón mal puesto, se cayó y se ha roto la cadera. Mamenchu es la madre de Alegría, la esposa y única ayudante de Facundo en el bar. Mamenchu tiene para dos meses por lo menos y no tiene más hijas que Alegría.

“¿Y ahora qué hago?”, me pregunta a mí Facundo. “¡Ahora me quedo solo para atender el bar!”, me dice desolado y un poco abatido. Estoy seguro de que si hubiera leído a Zenón o a alguno de sus estoicos ahora estaría más animoso.

Pero como para eso ya no hay tiempo, le he recomendado que lea el periódico todos los días. Le consolará saber que no es, ni mucho menos, el más desgraciado del mundo.

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