El conjuro consistió en un giro hacia el silencio. La atención se abrió a la escucha. El espectáculo se fue disipando. La escena perdió empaque. La trama cesó. Los significados se revelaron simulación y apariencia.
Confusamente, me percibo en el interior de una profunda caverna. En la distancia adivino un haz de luz. Entre la penumbra solo atisbo sombras vacilantes e inciertas, solo sombras; y a lo lejos, junto a esa luz, atisbo formas que soy incapaz de nombrar. No las reconozco. Las sombras son las sombras que proyectan esas formas. El resultado es una caótica escena de espectros aparecidos. Una trama de apariencias inciertas. Tras el giro el sinsentido se ha revelado y mi única certeza es este oficio de tinieblas. Ni yo me reconozco. Acaso no sea más que sombra. Soy incapaz de reconocer forma alguna. Soy incapaz de reconocerme y nombrarme. Entre tinieblas desconozco mi rostro… Fuera de sí y sin engarces me siento. Soy mi propio personaje doliente pero soy más que eso y, desdoblado, más allá de mí me hallo y me diviso. Me adivino siendo y no siendo el personaje asignado. Les narraré su historia. La historia de mi máscara. Mi historia.
Todo empezó con ciertos susurros en el oído. Palabras encendidas de poeta que narraban un origen indecible; un inicio del que poco sabemos; una tierra de formas reconocibles; una tierra nombrada.
Quien susurraba era un loco, un desheredado, un marginal que cantaba a la palabra intempestiva… Del encuentro, vagamente, mi personaje recuerda unas enigmáticas palabras: -Todo empezó poniendo nombres a las cosas-. Es cierto que no entendió esas palabras pero se descubrió como máscara sin nombre ni rostro. Esa misma voz incierta le susurró otro misterioso criptograma. Al parecer hubo quienes intentaron saber de esos nombres. A sí mismos se llamaban filósofos y aspiraban a un saber que no tenían. Estos filósofos imaginaron una sabiduría por venir y la sabiduría les animó a cierto conjuro. -Vuestra naturaleza está abierta a una nueva tierra en la que todo revele en la luz su nombre-, les dijo la sabiduría en su aleteo. -Vuestra alma alberga una vida que desconocéis-.
La máscara quedó así abierta al conjuro y al giro, y supo de las sombras y la falsedad. En la penumbra los demás no eran más que sombras golpeadas gimiendo y agitándose. Alguien notó cierto cambio y susurró: -se sabe máscara, se sabe sin rostro, se sabe personaje-. La máscara nada más sabía y por eso buscaba, indagaba, miraba aquí y allá, se revolvía entre las sombras. Cierto día soñó con una luz desconocida que desgranaba formas plenas y perfectas. -¿Dónde está la matriz de los sueños que nos tejen?-, terminó preguntándose.
Desde entonces vio a los demás como corderos y él mismo un cordero más-; corderos dispuestos al sacrificio, abandonados a su propio olvido. -No tienen nombre-, se decía. -No saben de su rostro-.
Busquemos a los filósofos se dijo y a su búsqueda se conjuró. En esas, entre tinieblas, otra voz maldecida –la voz más maldecida- le contó su historia y le susurró que los filósofos desaparecieron tras convertirse en corderos. Sus palabras dejaron de ser motivo de escándalo. A pocos conmovían y percutían sus dóciles discursos. Sin embargo, hubo un tiempo en que, en esta caverna, sus palabras resonaban y levantaban pánicos e inquietudes. Todo pudiera ser mentira se decían los corderos unos a otros. Los filósofos desenmascaraban farsas y desafiaban a alcanzar algún género de certidumbre. Mientras, lo destruían todo con su verbo vivo. Se hacían acompañar por un martillo y alzarlo era su conjuro. Sus palabras eran martillazos en el alma. Su pretensión no era convencer sino animar a cierto giro. Ofrecían martillos a las gentes. Enseñaban el noble y filosófico arte de la destrucción. No eran correctos. Provocaban a los que deseaban escuchar palabras de agradable melodía. Violentaban sin piedad la convención social. Generaban conflictos y tensiones aunque sabían de la alegría y de cierto furor encendido. No eran gente fácil. Sus ojos brillaban y alumbraban con su propio fuego entre tanta tiniebla…
Estos filósofos a muchos incomodaron en sus oscuros pesebres. Alguien decidió su persecución. Los seguidores de un tal Pitágoras fueron masacrados. Uno de sus líderes, conocido como Sócrates, fue ajusticiado por la atemorizada plebe al dictado de los poderosos. Los supervivientes se emboscaron en la tiniebla. Para sobrevivir algunos de ellos siguieron hablando en la plaza pública. Dedicados a la retórica distraen al gentío y amparan la escena. Son poco más que corderos a los que nadie escucha. Parodias enmascaradas que a nadie inquietan ni nada conmueven. Caricatos que cantan y glosan las correcciones de la caverna. Así desaparecieron los filósofos. Entre la tiniebla o dejando de lado su martillo, agradando al palco, honrando la convención social.
Tras una densa pausa la voz oscura continuó su discurso. -Si de los filósofos quieres saber en las sombras tendrás que adentrarte; dejándolo todo en el camino y soltando lo que se te dijo. Quizá en el silencio de la sombra y en la desnudez de tu alma sus terribles palabras vuelvan a resonar. Las descubrirás vivas y quizá, de amanecida, salgas de la caverna y veas el mundo con tus propios ojos. Si así fuera deberás volver para rugir a tus hermanos. Habrá quien escuche tu rastro, siempre sucede. -¿Serás capaz de todo eso personaje sin nombre, aprendiz de filósofo?-. Quizá no lo seas y las heridas de tus cadenas te pesen; da igual, siempre habrá quien te sienta y vea y se inflame contigo. En tu resistencia a las sombras encontrarás tu nombre-.
Tras este largo discurso la voz maldita se retiró y nuestro personaje sintió su rostro. Sus manos se alzaron y comenzó a palparlo. No era quien creyó ser. Por la palabra, definitivamente, quedó girado en su temple y ánimo. Entonces, nítidamente, divisó la lumbre que a todos alumbraba. Las sombras a las que todos tomaban como reales. Las cosas a partir de las cuales eran proyectadas las sombras… Había que salir de la caverna.
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