Cada segundo observo con tristeza como la soberbia bestia de ojos etéreos lo devora todo a su paso.
El tiempo. Esa dimensión intangible que descubrimos por necesidad, esa espina clavada en tu paladar desde el primer llanto. Se le dio la vuelta a la arena sin tan siquiera preguntarnos, y grano tras grano se vacía, inevitablemente.
Nacemos y nos vemos involucrados en una carrera contrarreloj de la cual no habrá vencedores. Nunca los hay. El tiempo siempre ha sido, es y será el mayor enemigo del hombre.
Un enemigo al que vale la pena tener por aliado.
Por muy lejos que lances el tiempo siempre volverá. En algún momento del futuro, cercano o lejano, algún instante venidero tu mundo volverá a sincronizarse con esa diminuta porción de tiempo que arrojaste lejos de ti una vez.
¿Qué son la juventud y la vejez sino un reflejo deformado la una de la otra?
Todo ser está condenado a rehuir en la medida de lo posible su inexistencia, va escrito en el impulso más anciano de todos, el de sobrevivir. Cualquier vivo es consciente de la muerte a la que tanto teme; la vida descubre de forma innata su contrario más antagónico en la defunción, la diferencia entre interactuar y dejar de hacerlo. Pero solamente el ser humano de entre todas las criaturas fue capaz de desoír el mensaje y mirar hacia otro lado. El error humano fue el de no entender a la muerte, y la obcecada incomprensión nos impidió aceptarla. Ignoramos su papel y la marginamos como al bicho raro del ciclo, y con su rechazo germinó la pesadilla, la obsesión. Renegamos de nuestro rol como criaturas mortales y desde entonces nos hemos desvivido por aplazarla, por encontrar la cura. Hemos olvidado nuestras raíces para jugar a juegos de mayores. Seguimos siendo primates, y los primates viven cuarenta años.
El resto es relleno. Garrafón. Digáis lo que digáis.
Y así, nuestra ignorante concepción del óbito fue ligada a la prejuiciosa e infundamentada preocupación por su llegada, educando tras siglos de tradiciones y arquetipos conceptuales la consciencia de un momento final. Un punto de no retorno que creó la urgencia por medir ese fugaz estímulo que llamamos vida. Fue entonces cuando nos postramos ante el tiempo, convirtiéndonos en sus esclavos. Un yugo universal administrado por vía intravenosa.
Solo cuando el reloj de la mente se detiene pueden abrirse las puertas de los sentidos. Es entonces cuando de pronto nada importa. Cuando la nada comienza a importar.
Nos obsesionamos con ser, con adquirir y poseer, con buscar el antídoto. Pero nuestras cavernas son tan viscosas e insondables que no tenemos el valor ni la luz para buscar allá dentro. En nosotros mismos. En nuestra depresiva tormenta espiritual.
Tratamos de no perder el tiempo trabajando donde sea pero a cambio nos perdemos parte de la vida.
¿Trabajas porque de algo hay que vivir?
Me gustaría considerar un gracioso sinsentido, el del gato que persigue su cola:
Aceptas empleos que aborreces y te lo cobran en tiempo, tu tiempo. La moneda de cambio más cara. Pagas con tu tiempo el dinero con el que compras electrodomésticos, precocinados, coches y otros bienes materiales diseñados, en su función más desglosada y primordial, para ahorrarte tiempo; te proporcionan pequeños extras temporales en tu día a día mortal. Pagas con tiempo y compras tiempo.
¿No es irónico?
Vamos hombre, no necesitas todo esto.
El maldito tiempo… todos queriéndolo poseer.
Una dimensión sin dueño, sin embargo.
Un conocido desconocido.
Noto la espada de Cronos rajándome el abdomen. Oigo el afilado bramido de la alarma. Nuestra vida es el relleno que hubo entre los pocos momentos que la memoria archiva. Nuestra única opción es despertar. Abandonar los narcóticos brazos de la adormidera que nos atrapa.
Por eso, si alguna vez tienes la oportunidad de regalar algo, no regales un reloj, porque si regalas un reloj estás regalando unos grilletes sensoriales, estás confiscando la opción de la ignorancia, estás desnudando a una persona ante la fría e impasible mirada del tiempo. Así que, pase lo que pase, jamás regales un maldito reloj. Permíteles desconocer el precio de la libertad.
El tiempo es una dimensión inexorable que todo lo abastece, todo lo alcanza y todo lo puede en su disciplina. Flexible, distorsionable, abominable y peligroso.
Un reloj tan solo trata ilusoriamente de capturarlo, de regirlo. Como tratar de domesticar la constante expansión del universo. Estúpido.
El ciclo lineal del tiempo no es la única verdad, nuestra concepción hace que el viaje únicamente siga un flujo unidireccional, pero eso se reduce a que nunca hemos concebido otra ley. El tiempo es una dimensión alterable, nuestro estado neutral de conciencia acomodada percibe el paso de los segundos como algo invariable en sus intervalos, no obstante, cuando induces el paso de la conciencia humana a otros niveles de interpretación sensorial es cuando el tiempo deja de existir, es cuando nuestra mente lo deforma y juega con él como si de un ovillo de lana se tratase.
Los únicos momentos en los que se desajusta nuestro reloj cognitivo es cuando focalizas toda tu vida, toda tu atención, en el instante presente.
El minuto que para el dichoso es una exhalación y para el que está envuelto en llamas una eternidad. El mismo minuto, deformado de infinitas formas y hacia todas direcciones.
Tanto que nuestra orgullosa y atrofiada percepción no puede aguantarlo.
¡El presente ha muerto! ¡Muere a todas horas! No existe, nunca ha existido, es un nexo fugaz e impalpable entre el pasado y el futuro.
La fracción del espacio-tiempo no es objeto del estudio científico, sino del experimental.
Así que marca un número al azar y declárale una guerra al tiempo.
– Pero, un momento… ¿qué hora es?
– Hora de irse a la cama.
– Tienes razón, es tarde. Debería acostarme…
Lo hago. Me acuesto.
Me duermo.
Sueño con un lugar donde nadie se para a mirar la hora en su reloj, donde nadie tiene prisa por vivir.
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