Vivían con una señora mayor, en un barrio de Madrid.
El piso no era muy grande, los muebles casi tan antiguos como la misma dueña y un olor a humedad que echaba para atrás.
Pero a ellos, no les importaba. Eran felices allí.
Juntos.
La dueña los mimaba todo lo mejor que sabía.
Había veces, que se olvidaba de todo lo que le rodeaba.
Entonces, la gata se sentaba en el regazo de su dueña, miraba a su amado loro, y ronroneaba.
– No sé de quién serán estos animales, lo que sí sé es que los quiero.- se decía en cada vaivén de su memoria.
Entonces, se ponía a llorar.
– Las lágrimas salen, pero también llenan.- pensaba la gata, mientras también lloraba.
El loro, preso en aquella jaula amarilla, solo podía mirar.
Y llorar con ellas, desde la lejanía de 3 míseros metros.
– Demasiado lejos. Voy a salir de aquí y quererlas desde cerca, que es como de verdad se quiere a la gente.
De repente, el loro comenzó a agitar la jaula, para intentar salir de allí.
La gata, pendiente de que la dueña no se despertara, sacó a relucir su bufido más amenazador.
– Bien, me quiere ayudar a salir de aquí, con su ayuda seguro que lo consigo.- pensó el loro, iluso de la suerte que le aguardaba.
Agitó la jaula más, y más, y más
y más fuerte.
La gata se abalanzó hacia la jaula y la tiró al sillón vacío que había a su lado.
Trató de abrir la jaula con sus zarpas, mientras que el loro seguía picoteando y moviendo violentamente sus alas.
Hasta que… «clack».
Se abrió.
Se abrió la jaula.
Se abrió el cuello del loro.
El negro de los ojos de la gata, se disipó mientras notaba en su colmillo izquierdo las plumas de colores de su amado.
Con delicadeza, lo soltó en el sillón, y le dijo:
– No tenías que haber intentado salir de la jaula.
– Pero, ¿y si lo que había fuera me hacía feliz?
– No te ha hecho feliz. Te tenías que haber quedado con la duda.
– Quedarte con la duda te vuelve imbécil. Además, ya tenía ganas…
El loro se debilitaba, las palabras no le salían de su delicado pico.
– Tenías ganas de qué, dímelo, por favor…- dijo la gata, llorando desconsolada.
– Tenía ganas… de que me hincaras el diente.
Se arrastró hasta el regazo de la gata, miró a su dueña, más dormida que de costumbre, y las últimas palabras retumbaron en la no-sonrisa de aquella gata durante el resto de su vida:
– Te he querido siendo preso. Te quiero siendo libre. Quiéreme como en tu vida.
Quiéreme
hasta en
mi
muerte.
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