Esa mañana hacía frío, por qué no decirlo. Pero le podía el ansia de saber, de obtener repuestas. Quería cerrar el círculo. Demasiadas conversaciones a medias, demasiadas cuestiones sin responder. Mucha diversión y piruetas y mimos con ciertas palabras, y auténtico desprecio y enfrentamiento contra otras. Sentencias oscuras y la inexorable necesidad de obtener al menos una solución a uno solo de los enigmas que durante años habían intentado desentrañar juntos.
Se dijo: hace frío, no voy. Pero se abrigó un poco y puso rumbo un día más hacia aquel privilegiado lugar. Albergaba en sí la esperanza de que él atendiera sus súplicas y accediera a dejarse ver una última vez para despedirse de verdad, como tendrían que hacerlo dos grandes amigos. Ha esperado mucho y ya casi está convencido de que esa última conversación no llegará nunca.
Camina cabizbajo, reflexivo. Atraviesa las calles sin levantar la mirada del suelo y llega a la puerta principal sin necesidad de interactuar con nadie. Su mirada se tropieza con unos charcos que reflejan la imagen de unas extrañas plantas junto al camino por el que accede. Unas curiosas flores a punto de germinar llaman su atención. Levanta la mirada e imagina que lo reclaman a gritos. Las criaturas son palpadas por unos dedos rebosantes de curiosidad, que no saben muy bien qué buscan pero que sienten el irrefrenable deseo de experimentar en su propia piel tan magnífico acontecimiento natural. Las plantas, aunque no lo demostrasen, se llenaban de júbilo; y hay que reconocer que a él le brillaban los ojos. No es seguro que llorase pero sí que respiró profundamente, sonrió y siguió su camino.
Le llevó pocos minutos llegar, comprobar que todo estaba limpio y en orden y observar si a su alrededor había detalles que le hablaran de la posibilidad de que alguien pudiera acercarse en cualquier momento, o síntomas de una visita reciente. Ya que esto que él hacía muy a menudo, lo de venir aquí a sentarse y soltar en voz alta sus pensamientos más íntimos, a veces le parecía una manía más que una buena costumbre. Puede que alguien lo tomara por un psicótico o vete tú a saber qué género de degeneración del espíritu.
En esto pensaba cuando estaba terminando de colocar el paño sobre el que iba a tomar asiento y una voz lo paralizó por completo.
— Sigues pensando en que tiene que haber otra respuesta. No aprendes.
Sin duda era él. Esa voz categórica, inconfundible. Dulce pero inquisidora, deseada pero temida, cargada de razonamientos que embaucan pero que nublan la mente. Era sólo oír su voz y despertarse en él un impulso crítico arrebatador capaz de hacerle cuestionar todo lo que hay en este mundo; un deseo irrefrenable de rebatirlo todo.
El frío desapareció por completo al verlo. Parecía más viejo. Le agradaba pero a la vez lo temía.
— Ten cuidado con lo que deseas o será tu tumba.
— Muy irónico sí. Ya sé por qué te dicen el irónico.
— También he sido muy amable viniendo aquí. Pregunta por ahí si me llaman también el amable.
— Seguro que no, aunque durante años lo has sido con nosotros. Nos increpaste, nos descubriste quiénes éramos, nos enseñaste, nos hiciste mejores y aun así, no quisiste recibir una moneda a cambio. ¿Amable? Sí.
— Mira a ver ahora si a los que les dicen amables han hecho lo mismo que yo.
— No. Estoy seguro.
— Y sin embargo tú me comparas con ellos. Examina otra cosa. ¿Actuó antes alguien como yo lo hice, asumiendo su condena sin vacilar?
— Lo ignoro. Aunque a algunos siguen escuchándoles y a ti no. ¿Por qué? ¿Qué lección nos quieres dar privándonos de lecciones?
— Ya veo que a pesar de ser uno de los aventajados no aprendiste lo más esencial. Yo siempre dije que actuaría conforme a las exigencias de la justicia.
Sintió de nuevo ese vértigo, pérdida del suelo bajo sus pies y sensación de flotar en el espacio como mecido por un influjo de palabras que le rebotaban en la cabeza una y otra vez, sin descanso, sin demasiado orden aparente, pero orientándole en el proceso de la búsqueda. Esto ha empezado; ya no podía pararlo.
— Nunca obrar injustamente.
— ¿Y?
— Y nunca hacer daño a los demás. ¡Pero sí a ti mismo!
— Por exigencias de la justicia, amigo. ¿Ves cómo no has aprendido? Veamos: ¿qué tendría que haber hecho yo según tú?
— Todo estaba ya listo. La nave ya había sido arrastrada.
— ¿Y de qué me serviría huir? Al fin y al cabo soy un conciudadano más que no quiso devolver una injusticia por otra y que estaba convencido de que el peor de los males es haberla cometido y no haber recibido el castigo apropiado.
— ¿Dices que es apropiado?
— Sí, así es. Así se convino. Así lo dictan nuestras leyes. Y así lo aceptamos todos.
— Pero… ¡y tu familia!
— En estos temas ellos son mucho más sabios que todos vosotros, créeme.
— ¿De veras no te parece que todo lo que dices tiene dentro de sí cierta contradicción?
— Qué pena que no tengamos más tiempo. Si eso es lo que te parece, nada me gustaría más que me lo razonaras, para que así yo también pudiera acompañarte en tu idea. Me es muy grato equivocarme, lo admito. Solo así tengo la sensación de estar aprendiendo algo.
— ¿Aprender qué, si estás muerto?
— Mejor pregúntate a ti mismo qué andas hablando aquí ahora conmigo, a ver qué encuentras.
Sintió llegar de inmediato el frío. Se transformó inmediatamente el clima que envolvía aquellas ansiadas palabras y de repente se encontró solo, sentado a los pies de la tumba de su amigo, clavando la mirada sobre una losa que decía: “Aquí descansa el hombre más sabio de toda Grecia”.
Aún pudo oír a lo lejos un susurro que pronunciaba un último enigma: “Aristocles, tienes que curar esa enfermedad que tiene tu alma”.
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