No hay mejor soga para ahorcar a alguien que la del agradecimiento. Es una muerte lenta, que puede durar toda una vida, el más lícito de los asesinatos, el crimen perfecto. La cuerda del agradecimiento está tejida con valores sociales legítimos y con prejuicios aceptados en una estructura dominada por el concepto del éxito en los términos simplistas del capitalismo del sueño americano. Si te esfuerzas, lo conseguirás, y si no lo consigues es que no te lo mereces.

Esta norma distingue a los individuos válidos de los que no lo son, a los que pertenecen a los grupos sociales como miembros de pleno derecho y a los que deben mostrar agradecimiento por estar incluidos. Pongamos un caso hipotético de tres individuos precarios en la treintena. Estos tres personajes podrían ser cualquiera y, como no son nadie, igual que tú y yo tampoco lo somos, los llamaremos X, Y y Z. Tres incógnitas de la ecuación posmoderna.

X ha vivido muchos años fuera de su ciudad de origen, un municipio cualquiera en la provincia española -porque vamos a teorizar en el ámbito de lo local-, con valores tradicionales y una burguesía importante. X, que viene de familia de bien, es filólogo, lleva un pendiente en la oreja, se declara de izquierdas y lucha por diferentes causas que proyectan sobre él una identidad de hippie intelectual y vivido, con poco riesgo personal y un notable incremento de sus matches con veinteañeras con rastas. Además de trabajar en huertos urbanos, X ha conseguido, tras dos años viviendo en casa de sus padres, un empleo fijo de profesor en un instituto privado, con un salario de 1.200€. Ahora, ha alquilado un un piso de dos habitaciones y vive relajado en sus gastos, sintiéndose ya una versión madura de su yo pre-contrato estable.

Después está Y, que compartió trayectoria universitaria con X, así como varias estancias en países a los que les gusta viajar a los intelectuales, como Polonia o cualquier lugar de la antigua Yugoslavia. Y, sin embargo, vive casi sin darse cuenta fuera del sistema establecido y trabaja por libre, haciendo brillantes trabajos de traducción, que le permiten vivir de sitio en sitio, de Bosnia a Salamanca pasando por Pakistán. Algunos meses le va bien. Otros no llega con sus gastos básicos y se las apaña como puede. En uno de estos períodos, Y también regresa a su casa familiar en la ciudad provinciana donde coincide de nuevo con X.

Z quería ser princesa pero había vivido demasiadas noches largas y conocido a demasiados príncipes como para sentir que podía llevar la corona. Z recordaba con angustia sus aspiraciones artísticas de juventud relacionadas con la escritura, que no desarrolló por dedicarle demasiado tiempo a lanzar una buena trayectoria en la industria de la publicidad, que en el fondo aborrece. Finalmente, por distintas circunstancias más personales que profesionales, Z es despedida de su trabajo y se queda súbitamente medio arruinada en esta ciudad en la que hace años conoció a X, al que invitó a muchas cañas en sus años más escasos, y que a su vez le presentó a Y.

Así fue como estos tres elementos coinciden en el espacio tiempo y entablan una amistad de años. Tras una estancia en Marruecos, Y vuelve a otra vez a su ciudad. Cansado de los juicios de una familia tradicional, se queda temporalmente en casa de X, que está deprimido y necesita cerca un amigo de toda la vida, y le ofrece la habitación de invitados a cambio de compartir los gastos de luz y agua. Z, tras su despido, se fue a vivir con el novio de turno, que resultó no ser lo que parecía cuando ella pasó a depender de él mientras buscaba otro trabajo y que acabó maltratándola en un amplio sentido. Así es como Z también acabó en casa de X durante varios días, permitiéndole a él una exaltación sobre sus principios feministas, mientras ella, destrozada, buscaba una habitación con sus ahorros simbólicos.

En estos 5 días en los que X, Y y Z comparten un piso, X marca una única norma como muestra de su espíritu libre: no tocar el mechero blanco de encender la cocina. Sin embargo, al poco tiempo, comienzan a aparecer otras, como no acaparar el salón durante el día, no fumar dentro de casa o apagar religiosamente las regletas de los enchufes si no están siendo utilizadas. Y y Z hacen planes por su cuenta mientras X trabaja. X se siente excluido y piensa que Y y Z no están siendo todo lo agradecidos y respetuosos que deberían ser con ÉL y con SU casa. El tufo de superioridad moral de quien cumple las normas establecidas por el sistema y considera que los que no lo hacen merecen sus consecuencias aparece en escena. Y se comporta como un vago y no tiene aspiraciones, Z sale demasiado y con demasiados, piensa X.

Y y Z invitan una tarde a W a tomar un café en el piso cuando, de repente, X llega y comienza a comportarse de forma extraña. Al quedarse solos, X les acusa de aprovechados por traer a casa a una persona ajena sin pedirle permiso a él, el dueño legítimo del apartamento. Tras una tensa discusión bien anudada con la cuerda del agradecimiento y con el derecho intrínseco que ésta le otorga a X para vomitar sus juicios varios, ambos deciden adelantar la mudanza a la habitación que Z acaba de alquilar. X se queda allí, sintiéndose una víctima de esos amigos oportunistas, pero con su pendiente y el mechero blanco en su sitio.

No hay nada en la nevera ni nada cercano abierto en ese momento, sólo el maldito Corte Inglés, al que Y y Z llegan después del traslado, ya de noche y sin un duro. Nada más entrar, la megafonía anuncia el cierre inminente del establecimiento.

-¿No cerráis a las 22:00? -Le pregunta Z a una dependienta.

-A las 21:30 en invierno.

-Vámonos Z, que de aquí también nos echan.

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