Sucedió una mañana de primavera, en algún febrero bisiesto. Uno, dos, tres. Todo en una misma estación (de tren), y en todas (del año). Vivir, morir, renacer. Mi vida en una baldosa. Pero empecemos por el final, que no el principio: Encontrándome yo, una vez más, en el andén. Con mi traje gris de cada viernes y la mirada perdida en un punto lejano. Llevaba un maletín tan maltrecho y ajado que lo hubiese preferido esconder. El mismo me recordaba irónicamente el infierno al que me apersonaba cinco días a la semana con tan resignada impavidez.
Seguía acudiendo puntualmente a la estación día a día, desde hacía catorce meses. Era más rápido y fácil caminar a la oficina, pero de ese modo no existiría posibilidad de verla. Por eso lo hacía. Aun cuando fuera en vano. Porque… ¿Qué le diría? ¿De qué serviría? Había cambiado, es verdad. Tal como ella reclamaba. Pero… ¿era éste realmente yo? ¿Y quería ser esa persona?
La formación de las 7:30 arribó al andén. Como quien va al cadalso, camine al lugar donde las puertas abrirían. Esperaría mi turno, repetiría el ritual. Otra vez, como cada vez. En mi bucle infinito. A medida que avanzaba veía mi reflejo en el lento devenir de las ventanas del tren. Y descubriéndome así, fue que me detuve. Frente a las puertas que comenzaban a abrirse. No me importo. Había advertido algo. Como nunca antes en este tiempo. Epifanía de un amor.
En esta misma estación, un impertérrito día sin canción ni poesía, se dio que nos vimos de camino a la gran vía. Miradas, sonrisas y un “¿Qué tal te va?” dieron comienzo a nuestro periplo de amor, tan breve y frugal como aquel verano de San Juan. Y también sucedió aquí, aunque ya no sé si lo soñé o lo viví, la gris mañana en que, sin mediar palabra, me beso en la mejilla y, perdiéndose en la multitud, con su mirada dijo adiós. En su cuarto dejó una carta con las razones de su sinrazón. Solemne y bajo fianza me decía que volvería con él. Casi exculpándose, implorando un perdón que no necesitaba dar. Cambió amor por seguridad. Risas por cenas.
Otra vez el tren. ¿Quién era esa figura que me observaba desde el reflejo? ¿Dónde me encontraba? Ciertamente nada de mí habitaba aquella silueta de gris. No me reconocía. Renegué contra la falsa sensación de estabilidad. Otra mañana, otro día, y todavía purgando el cruel dolor. ¡No hay razón!
Hundido en el más profundo invierno de mi romería sentimental, fui cambiando sueños por penas. Vendiendo mis libertades por un cheque al portador. Y así, entre noches sin futuro y Julietas quitapenas, la fui olvidando poco a poco, con dolor, prisa y esmero.
La gente pasaba a mí alrededor esquivandome. Algunos pedían permiso, otros miraban de soslayo, los menos directamente me empujaban. Me revolví un poco pero no me afecte demasiado. No me importaba. Acababa de descubrir aquello que todo este tiempo había pasado por alto. Renacer de un dolor.
Deje ir ese tren. Y el siguiente. Luego otro más. Permanecía inmóvil. Cavilando. Absorto a la multitud que fluía a mí alrededor. Recuerdo a un sujeto pararse a mi lado y murmurar alguna noticia. No le respondí. Me miró con desprecio, masculló algo sobre la juventud y se marchó.
En la estación, el viejo ventilador continuaba chirriando su melodía de vaivén, quejándose por su esfuerzo sin final. Un súbito parpadeo de las luces en el techo indicaba que se acercaba otro tren. Y como en un chispazo, finalmente comprendí. Comprendí todo.
No fue de mí, de quien se alejó. Ni mi amor el que no bastó. Eligió priorizar su vida. No la culpo. Era inimputable, tal cual yo. Aun en mi disfraz de hombre de bien. Simplemente ella lo supo ver. Lo vio primero y bien. Locos sueltos que caminando al unísono irremediablemente interferían con el vuelo del otro. Almas iguales nacidas diferentes. Caminantes de la libertad.
Di un paso más. El traqueteo de los vagones sobre las vías se mezcló con el sonido metálico de los frenos. Di otro paso. Y luego uno más. La formación se encontraba ya cerca. Avance otro poco. Las luces del tren cegaban, estaba abstraído. ¿Suicidarme? No es lo mío. Además… ¿para qué?
Las puertas se abrieron. Me retiré un poco. Reconocí una fragancia al pasar, alce la vista y allí estaba ella. Tanto buscarla, tanto esperarla para encontrarla justamente hoy. Dudé. La seguí con la mirada. Caminé dos pasos en su búsqueda. Alzando el brazo, como llamándola. Ella giró un instante su cabeza, buscando. Y aunque no puedo asegurar que haya sido así, aun sostengo que tal formidable sonrisa me la regaló a mí. Ocurrió en el instante preciso donde note que usaba el pendiente que alguna vez le regale. Aquello cerró mi círculo. Terminé de comprender. Fuimos líneas paralelas que se cruzaron por casualidad. Nunca destinadas a permanecer. Nuestro mejor peor imposible amor.
La observe perderse en el trajín de la multitud. Me volví al borde del andén y con un impulso arroje a las vías maletín, corbata y saco. Ya no más hombre gris, ya no más la impiadosa opresión del 9 a 6. Era el fin de la quimera. El círculo completo. Su sonrisa fue mi verano, su partida mi ominoso y crudo invierno. Aprender a soltarla sin embargo, me catapultó a una nueva primavera.
Debí aprender a enterrarme para volver a elevarme. Morir para nacer. Finalmente volvería a mis caminos, a mi pasado de corsario, sin rumbo ni destino. Era mi salto al vacío, mi naufragio del campeón.
Volvería a ser aquel errante de los mil caminos.
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