Estaba en Roma. Caminando entre sus ruinas. Sobrecogiéndome con una pequeña porción de toda su grandeza, cuando una paloma, espíritu vidente, llegó volando y, sobre un capitel que yacía inclinado en el suelo, depuso todo lo que en el transito por su intestino había mutado ¿Eso es lo que somos? Pensé. Si esto es todo lo que queda de aquel glorioso y temido imperio ¿Que será lo que quede de mí?

Las generaciones pasan, y surgen, y pasan, y solo unos pocos perduran a este flujo. Pero algún día incluso estos se verán sometidos al abrazo del olvido cuando la tierra vuele oscura alrededor de un sol apagado.

Seis maravillas han desaparecido ya, y ahora estas ruinas quedan ante los corazones más sensibles como muestra de nuestra fragilidad. Dentro de muchos años, mas de los que podamos imaginar, no quedará nada de nosotros. Nada que recuerde nuestro paso por este universo. Y toda la sangre derramada habrá sido en vano.

Sin embargo, mi vanidad, cuando reflexiono sobre la gente que ha marchado sin dejar rastro alguno, me obliga a pensar a veces: “no dejaré que a mi me pase así ¡No! Gloria y fama serán mi escudo” Pero ¿y la espada? Entonces, surge ante mí la verdad que somete cada uno de nuestros esfuerzos: la espada jamás será creada.

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