Fue por casualidad que descubrí el concurso de relato filosófico. Una tarde de otoño, revisando mi correo electrónico, vi un e-mail de la facultad con anuncios varios. Normalmente descarto esos mails o los veo muy superficialmente y, esta vez, quiso el azar que fuera lo segundo.
Me parece algo ingenuo aclarar que, al principio, ir de un enlace a otro buscando la información es factor que puede alejarnos (en vez de acercarnos) a lo que queremos: estamos tan condicionados por la inmediatez que, pareciera , que cualquier cosa que nos lleve más de un par de minutos empieza a ser desestimable. No obstante, tenía algo de tiempo como para dedicarle a esa curiosidad que había prendido y la prueba de ello está en que puse agua a calentar para preparar unos mates.
No sé si alguna vez estuvieron en Argentina, pero aquí (como en Uruguay) el mate es una infusión que puede aglutinar sentidos. Es, a la vez, el nombre de la bebida y del recipiente; también conjuga los momentos en los que se puede compartir entre varios, tornándolo una invitación a socializar, o disfrutarlo en soledad, convirtiéndolo en confidente de pensamientos que no siempre se expresan en voz alta. Y, en algún sentido, de esto último se trata… Cuando termino de preparar el mate, vuelvo a sentarme frente a mi portátil con el termo lleno y la atención repartida entre las actividades del cebado y la lectura.
Como estaba solo, podía darme el lujo de poner algo de música de fondo que distendiera el momento. Esa vez, como tantas otras, quise recurrir a un blues instrumental cuya melodía no invadiese el hilo de lo que leía y, al poco tiempo, empezaron a sonar unos acordes con los que ya estaba familiarizado:
https://www.youtube.com/watch?v=g0iaTsSHuWY
Un sorbo de mate acompañó el recorrido de mis ojos cuando leí que había un límite de 1.000 (mil) palabras para desarrollar el relato. Y me surgió una duda: ¿Mil palabras? ¿Se puede hacer Filosofía en mil palabras? Se han escritos volúmenes enteros, tratados filosóficos vastísimos o se han construido diálogos de siglos entre muchos autores… ¿No es, acaso, muy escueto lo que podemos preguntarnos y respondernos con mil palabras?
Volver a cebar el mate y rumiar esta última pregunta fue todo uno, mientras Ry Cooder y Alí Farká Touré seguían sonando de fondo. Yo no pretendía un tratado, así como no pretendía hacer un ensayo, una monografía o un “paper”. Todas estas variantes de escritura filosófica, por muy técnicas o formales que fueran, necesariamente tienen algo en común: se plantean interrogantes que intentan responder. Y no sólo eso… La impresión que deja la constante reformulación de las respuestas que, una y otra vez, han intentado varios filósofos a lo largo de la historia es que las preguntas que se formulan tienen mucho más relevancia que las respuestas que se dan. Estas últimas, siempre sujetas a críticas, son las que entran en el terreno de la disputa. En cambio, nadie puede refutar una pregunta; a lo sumo, podemos cuestionarnos la pertinencia de la pregunta o si está expresada con suficiente exactitud, pero (para ser exactos) no podemos “refutar” la pregunta y, como se cae de maduro, más incuestionable es el ejercicio mismo de preguntar. Pero… ¿Acaso la Filosofía no se trataba de eso: de plantear interrogantes?
Un nuevo sorbo al mate puso en suspenso las manos que tipeaban y operaban el mouse, pero no la mente que pensaba. Y, aunque siempre se haya asociado el hecho de tomar mate con un momento de ocio, no estaba seguro que mi momento fuera ocioso: a fin de cuentas, estaba pensando… Además, la propia historia de la Filosofía reconoce en el ocio uno de los orígenes de esta actividad: en la antigua Grecia fueron aquellos hijos de familias aristocráticas, que no necesitaban volcar su tiempo a labrar la tierra o fabricar objetos, quienes comenzaron a plantearse interrogantes sobre el Mundo que los rodeaba. Parar y pensar. O, mejor dicho, pensar porque pudieron parar de llevar adelante otras ocupaciones.
Dejé el mate al costado, con la intención de seguir leyendo las bases del concurso, pero me asaltaba la sensación de que debía completar esa idea antes de continuar. Todo el tiempo estamos formulando interrogantes: ¿Qué hora es? ¿Qué vamos a comer? ¿Hace frío? O sea que la Filosofía no podía ser, meramente, hacerse preguntas. Hay algo más; algo en la intención de quien formula la pregunta y parece que tiene que ver con cómo se hacen esas preguntas.
Fue necesario otro mate más, para hacer una pausa y darle forma a esta intuición: cuando planteamos un interrogante filosófico, queremos rebasar un horizonte. “Ir más allá de lo evidente” sería una buena definición, si no fuese tan poética: lo que intenta superar cualquier pregunta filosófica, y eso es lo que mide su peso y su impronta, es que apunta directamente al sentido común. Atenta contra lo que se ha asentado, contra lo que está quieto, contra lo que damos como verdadero sólo porque nunca nos hemos preguntado de dónde viene o por qué deberíamos aceptarlo.
Ahí me di cuenta que preguntar (en Filosofía) es como cebar un mate en las “Tierras del Plata”: todos lo hacemos, pero así como hay mates que nos dejan con ganas de seguir bebiendo, hay preguntas que nos dejan con ganas de indagar más. Los interrogantes filosóficos tienen esa característica maravillosa de invitarnos a seguir (aunque no queramos), porque ya han picado nuestra curiosidad y porque, una vez formulados, nos apremian para dar una respuesta. Como el mate: una vez que lo cebamos, nos apremia para que le demos ese sorbo que no va a dejar que se enfríe o que se “lave”.
Se me hizo tarde. El disco de blues estaba por terminar y yo tenía que salir. Tampoco pude leer todas las bases del concurso, pero me decidí a participar o, por lo menos, a intentarlo. No estaba seguro si iba a poder terminar mi relato filosófico, pero sabía que, al menos, había comenzado.
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