I.
Rogelio se refugió finalmente en el único lugar posible: Su propio hogar. La Unión -como habían bautizado en los telediarios- comenzó en el casco antiguo de la ciudad una mañana de hacía ya treinta y siete días, cuando un hombre de mediana edad se unió a una chica adolescente.
Hoy sólo quedaban tres personas en el mundo, una de las cuales Rogelio aún recelaba de llamar «persona»: Su amigo Francesco, La Unión, y él mismo. Rogelio sabía que los dos primeros se dirigían hacia su casa y que tardarían pocos minutos en llegar; Tres golpes secos sonaron en la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Rogelio absurdamente.
—Soy yo, Francesco, ¿puedo pasar? vengo con La Unión. —La naturalidad con la que todos se referían a La Unión había dejado de aterrar a Rogelio hace tiempo, ahora persistía una incredulidad molesta.
—Adelante —que remedio —pensó Rogelio.
Pasó al vestíbulo un chico joven de ojos azules, detrás una persona con rasgos a medio camino entre un preadolescente y una mujer pasados los treinta. Los ojos eran indiscutiblemente marrones -quizás lo único indiscutible de su aspecto- el resto era una aglutinación de cualidades extraídas de aquí y de allí. Las manos con dedos finos y largos, los brazos firmes y fuertes, el cuello delgado y el tronco grueso, era imposible saber si el abultamiento de su pecho eran senos o pectorales musculosos, el pelo era corto y según quien lo mirase podría ser rubio oscuro o castaño claro. La boca era perfecta, con un grosor y texturas que Rogelio no había visto jamás, era lo único que le gustaba de La Unión e, inconscientemente, lo único que lo animaba a dejarse llevar y participar de aquella pesadilla surrealista. Besar esos labios.
Los tres pasaron a la salita, donde Rogelio ofreció algo de beber que los invitados rechazaron.
—Siéntate Rogelio —dijo Francesco. El silencio atravesó la salita durante unos segundos.
—¿Qué tal? —preguntó Francesco intentando obviar que había una tercera persona en la habitación.
—Bien.
—Sé que esto es difícil para ti, pero tú debes saber que te quiero y que me preocupo por ti.
—Sé que me quieres y que te preocupas por mi.
—Esto no puede ser. —La Unión miró a Rogelio con una mueca universal, su mirada era una invitación a todo lo que uno puede ser invitado. Francisco prosiguió:
—Tú quieres que las cosas sean de una forma que no son y que difícilmente van a ser, podemos zanjar el tema ahora y seguir a lo nuestro, Lucía ya se ha unido y no entiende a qué estamos esperando, yo voy a hacerlo ahora mismo y espero que luego lo hagas tú.
Lucía era ¿es? La novia de Rogelio, se unió hace dos días. Fue un acto doloroso e incomprensible, pero en la tormenta de sucesos dolorosos e incomprensibles que habían sucedido últimamente, la importancia de aquello parecía relativa. Quizás ella nunca me importó realmente.
La traición máxima pasaba por Francesco, una relación que se sostenía -hasta ahora- con la fuerza de una perspectiva similar de la existencia, eso los hacía invencibles.
—No hables de ella como si siguiese siendo ella. —Rogelio no quiso creerlo hasta el último momento, pero allí, frente a la mirada de La Unión y viendo en peligro su propia integridad, Rogelio entendió que su amigo Francesco ya no existía, al menos no más que Lucía o que su madre o su padre. Lo que él sintiese por su amigo ya no tenía el más mínimo valor, aplastado por la magnitud de los acontecimientos, precipitándolo a un desastre que solo él parecía resistir, renunciar a su único y verdadero amigo en el mundo era el penúltimo precio a pagar por esta desgracia y ahora Rogelio comenzaba a comprenderlo con amargura y terror.
—Yo no voy a esperar más y te aconsejo que tú tampoco lo hagas. —Y Francesco se unió.
II.
Durante cincuenta minutos Rogelio observó el proceso, no era el primero que presenciaba. Francesco ya no era y en la salita de su casa solo quedaban dos personas: Rogelio y La Unión.
El aspecto de La Unión no mostraba cambio perceptible, supuso Rogelio que llegaba un punto en el que la aportación de un individuo era insignificante en comparación con la aportación de miles de millones de anteriores individuos. En la calle no se escuchaba más que los pájaros y las pisadas de un perro que vagaba en un mundo abandonado por la humanidad, una humanidad entregada a alguien o a algo que ahora mismo miraba a Rogelio a los ojos y lo invitaba a abandonar la lucha y reunirse con el destino que el resto del mundo había elegido por y para él. Rogelio en el fondo no tenía más ganas de luchar y La Unión lo sabía. La Unión miraba a Rogelio a los ojos y Rogelio le respondía mirando a sus labios, esos labios perfectos resultado de la amalgama universal.
Rogelio se levantó del sillón, se sentó al lado de La Unión y la besó como no había besado a nadie en su vida, ni siquiera a Lucía. Sus labios se unieron para no volver a despegarse jamás. La carne de La Unión se fijo a la de Rogelio con una naturalidad biológica, La Unión no tuvo que hacer nada, todo lo hacía Rogelio que en espasmos sexuales se fundía con aquel ser colectivo, piel con piel, músculo con músculo, hueso con hueso. En ciertos puntos lo que reposaba sobre el sofá era un amasijo de entrañas, una bola de plastilina en manos de un bebé, una sustancia carnosa retorcida e indistinguible, órganos que se mezclaban y huesos que chocaban y carne, carne y sangre y gemidos, sangre y gemidos y piel.
Cuando acabó todo solo quedaba La Unión, ahora con la pieza Rogelio, que aunque era una entre millones, aunque era un porcentaje casi despreciable, si que provocó un pequeño cambio perceptible en La Unión: Los labios.
Besar esos labios.
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