Papá ha ido al cine con algunos amigos. Me hacía mucha ilusión acompañarlos, pero no permiten la entrada de niños menores de catorce años a la sesión nocturna. Yo acabo de cumplir doce, así que tengo que quedarme en casa con mi madre y mi hermana pequeña. Ya en la cama, me veo solo con mi desencanto, y me siento vacío al haber quedado en nada mi deseo… Nada… Vacío… Estas palabras van creciendo como una alubia mágica que quisiera tragarme. Hasta esta misma noche estaba convencido de que después de morir iría al Cielo; pero, de repente, veo con claridad que algún día yo seré «nada». Un miedo gigantesco me asusta tanto que me congela y a la vez me quema, saliendo desde las tripas hacia todas las partes de mi cuerpo, para llegar a explotar en la cabeza. ¡No quiero ser nada! ¡ No quiero no ser! ¡No quiero estar en ese vacío tan oscuro mientras otros siguen viviendo! Pataleo y me araño la cara tratando de quitarme de encima la desesperación. Sin embargo, tengo la sensación de caer por un tobogán del que no puedo escapar. Quiero salir de esta pesadilla, pero creo que eso sólo me llevaría más deprisa al lugar que tanto miedo me da… Lloro desconsolado hasta que me vence el sueño.
Mi hijo, de treinta años, descuelga el teléfono. Llaman del hospital donde está ingresada mi hermana luchando contra un cáncer terminal. Comunican que la situación ha empeorado y, en cuestión algunas horas puede producirse su muerte. Con la urgencia pausada de quien ha rumiado cientos de veces un acontecimiento anunciado, llego al hospital y entro en una sala compartida con otros enfermos. Su cama sólo está protegida del pudor de la muerte por unos frágiles biombos. Mi hermana está sedada desde hace días. Me alivia verla tranquila y relajada, pues, antes de la sedación, fue necesario atarle las manos a la cama para que no se arrancara los múltiples tubos y cables que la aprisionan mientras suplicaba por señas un final rápido y humano. Una matemática macabra danza obscenamente en la pantalla que mide los latidos, la presión sanguínea y la saturación de oxígeno. Luchando contra el reloj con espantosa cadencia, sólo rota en los últimos latidos por vertiginosos altibajos, los valores de la vida descienden inexorablemente hasta extinguirse en un sordo adiós. Finalmente, todas las líneas se aplanan, pero no advierto ningún cambio aparente en el estado de mi hermana. No me atrevo a asumir su fallecimiento hasta que una enfermera lo anuncia, después de un tenso minuto. Estoy tan aturdido que ni siquiera consigo llorar. Sólo podré hacerlo mucho más adelante. Me reconforta pensar que sus últimas horas han sido plácidas. Al menos así lo creo, porque cuando a mí me han anestesiado no he sentido nada. Y pienso que, si los fármacos anulan todas las sensaciones, la muerte las apagará definitivamente. Los problemas, los dolores, los miedos…, y todo, lo bueno y lo malo, se queda aquí. Percibo su nuevo estado totalmente plano, pacífico, balsámico y, acaso, deseable, tras el penoso tránsito…
El hijo de mi hijo acaba de nacer en el mismo hospital donde hace once días murió mi hermana. Se inicia un ciclo donde acabó otro, en una extraña coincidencia de espacio y tiempo que me sugiere un cruce de líneas en el símbolo del infinito. Me pregunto si no habrá algún mensaje oculto…No; es mera casualidad. Sé que ahora mi hermana es nada, y el bebé, que era nada, es algo. ¿O no es cierto? Ella sigue existiendo, al menos, en mi pensamiento; también los átomos de su cuerpo seguirán estando en un plano físico, por muy desintegrados que estén. Y el crío ya tenía cierta existencia antes de nacer, pues no deja de ser la convergencia de miles de antepasados en múltiples dimensiones (genéticas, históricas, culturales…). Recuerdo mi berrinche infantil horrorizado por la nada, pero ahora no concibo una frontera entre la nada y algo que tiene existencia. Entendería que todo fuera «nada» o que todo fuera «algo», pero no comprendo que ese «todo» pueda componerse de los dos ámbitos, porque los concibo infinitos, excluyentes y absolutos. «Ser o no ser», pero no la posibilidad de cambiar de uno a otro estado. Y me pregunto: ¿es una casualidad que brote «algo» donde sólo había «nada»? Sería más fácil entender que todo siguiera siendo nada, pues lo contrario parece necesitar de algún motor. Sin embargo, percibo que pertenezco al ámbito del ser, pues creo que existo, lo cual ya es una forma de existencia. Y, dentro de esta esfera de existencia, me parece más probable que el motor que he supuesto funcione con algún tipo de sentido (¿qué mejor sinsentido que la nada?). En caso de que haya algún sentido, podría suceder que mi conciencia desemboque en un plano inmaterial, individual o colectivamente, al que podría denominar cielo o infierno, como me enseñaron en mi niñez. También podría ocurrir que me reencarne en diferentes versiones materiales en una ruleta eterna antes de alcanzar esa trascendencia. O quizá, debilitando mucho el papel del sentido que estoy presuponiendo, con mi muerte desaparezca mi percepción individual del ámbito de la existencia, y, acaso, se pierda mi conciencia concreta en algo que para mí sí sería la nada, aunque encerrada en las dimensiones de lo que es. Pero, sea como sea, creo que, habiendo existido, no puedo permitirme viajar a la nada como si mi existencia no hubiera ocurrido. Según lo veo hoy, no puedo escapar de esta vorágine que me condena a ser eternamente, aunque cabe la posibilidad de que esto suceda con un grado de conciencia que no me permita reconocerme como un único individuo sin fin. Y sospecho que algo de razón he de tener, porque las noticias preocupantes suelen confirmarse, cosa que me aterroriza casi tanto como la nada cuando era niño. No sé cómo lo veré cuando nazcan mis bisnietos…FIN
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