Palabras
Concha Martín
El tiempo es un latido de palabras en el interior de la memoria.
Es una noche de septiembre. Acabo de entrar con mi madre en la casa de mis abuelos. Una bombilla alumbra débilmente el zaguán que conduce a un patio. ¿Hace cincuenta, sesenta? ¡Qué importan los años! Quédate en este momento, escucha los pasos de quienes te quieren, te abrazan, las voces de quienes te preguntan por los estudios, te animan a seguir.
Mi madre conversa con mi abuela. Me gusta oír las historias de la familia, nombres, que desconozco aunque presiento cercanos, frases que deseo retener; pero los niños deben acostarse pronto, la criada nos ha preparado la habitación y desde la galería nos llama.
La escalera arranca del patio. Algo sobrenatural y misterioso bendice estos peldaños especialmente en estas horas de la noche; en la pared del descansillo una luz humilde, religiosa descubre una hermosa pieza de cerámica talaverana que representa a la Virgen amamantando al Niño. Quédate en este momento. Esa Virgen familiar protege a los niños, protege la casa, protege a quienes llegan, también a quienes se marchan.
Camino por el corredor hacia mi cuarto, palpo la ternura de las paredes, el olor de los muebles antiguos, el orden de las cosas. Todo es sobrio en esta alcoba campesina, una cama alta, niquelada, una mesilla, un aguamanil, un crucifijo. Todo es sobrio en estas mujeres que entran a darme las buenas noches, sus besos, sus palabras.
Suenan las campanas del reloj de la plaza, después viene el silencio.
En la mañana mi abuela me espera junto al balcón de la sala. Viste de negro, sus cabellos me parecen extraordinariamente blancos, los lleva recogidos, su peinado es impecable. Sobre la mesa camilla están sus labores, esas labores de ganchillo en las que trabaja a diario. La sala es luminosa, hay pocos muebles, un sofá de enea con el respaldo pintado de negro, un aparador. En una de las paredes cuelga un retrato. «Son tus bisabuelos». La sonrisa de esa anciana es la misma sonrisa de mi abuela, y de mi madre. «Son los abuelos de mamá” me dicen. A los niños nos es muy difícil imaginar que los viejos hayan sido alguna vez niños como nosotros.
Pero «¡basta ya de palabras aburridas! ¡Id a jugar!» Y obedeces a la abuela y echas a correr por la casa.
La casa es antigua. En la cancela figura la fecha de 1898, un zócalo de color añil recorre las paredes del patio principal; presiden ese patio cuatro columnas de piedra, en medio de esas columnas se agrupan frondosas macetas de aspidistras de refulgentes tonos verdes.
Al fondo una puertecita de madera se abre a un patio de paredes blancas, donde hay un pozo con brocal, una parra, una higuera, una troje; otra puerta comunica con otro patio de suelo empedrado donde están los corrales y las cuadras.
Desde cualquiera de esos patios el cielo es un maravilloso techo azul. Puedo ir por todas partes, subir a la cocina de invierno, bajar a las despensas, asomarme a los balcones que dan a la plaza. Soy libre. Aquí no están esas obligaciones que nos atan a los pupitres de madera, a las pizarras siniestras, a los sermones sombríos, ininteligibles de esas pobres monjas que nos ocultan la vida. Mi abuela me dice que si no me sé la gramática rompa la hoja y diga que esa lección no viene en mi libro. ¡Eso es! Rompamos las hojas de las incomprensibles reglas.
Soy libre, es verdad, pero empiezo a darme cuenta de que el sol del verano se apaga, de que el cielo empieza a avisar de la llegada del otoño, de que un nuevo invierno penetrará en cada uno de los rincones de estas salas, de estos patios.
Un escalofrío me detiene como si estuviera a punto de ponerme enferma.
«¿Puedo jugar ahora?» Pregunto muy bajito.
«Juega, pero sólo ahora, ¿comprendes? Sólo ahora»
Los niños no entendemos que las cosas tienen un final. Repetimos un juego, nos aburrimos, inventamos otro juego. Ese ciclo del tiempo es precisamente nuestra libertad. Cada año seremos un poco más mayores, cada año se nos permitirá ir mas lejos, cada año seremos más libres y estaremos más alegres y nunca seremos viejos.
El tic tac meditabundo de un reloj se oye en el salón de las visitas. Pasa el tiempo, horas destinadas al olvido, horas aburridas de la siesta en las que los mayores nos mandan callar, conversaciones secretas en las que se nos envía a otro cuarto, enfermedades de las que nunca nos enteramos, ausencias irremediables.
¿Puedo jugar ahora?
La criada ha cerrado la cancela.
Es de noche. Estamos en septiembre. He entrado en la casa, he atravesado el patio. Estoy subiendo a la sala donde mi abuela me espera haciendo ganchillo.
¿Cómo detener el tiempo? ¿Cómo curarse de esas horas implacables? ¿Cómo sobrevivir cuando ahora significa entonces y vivir es buscar unas pocas palabras?
Tal vez la vida no sea más que esas palabras, estas pocas palabras que voy encontrando en este regreso y que me ayudan a poner en pie lo que fue mío, aquella casa, mis años felices, mis lágrimas felices, mis pensamientos prohibidos, mis juegos, mi libertad.
Sólo tengo que escuchar esas pocas, esas únicas palabras, y dejar que ellas me lleven por el tiempo inagotable de la memoria.
Mayo 2017
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