Para Rosa.
La noche cedía a la aurora que anunciaba al sol sobre las tablas del viejo puerto de Falero. Los barcos pesqueros zarpaban con la luz del candil en la proa. Y dos jóvenes que cargaban redes y nasas, examinaban a ese hombre que esperaba descalzo y ensimismado en el embarcadero. Rondaría los cuarenta, frugal en la vestimenta y por lo demás, tirando a feo.
Por fin llegó Hipócrates que venía acompañado del sabio Protágoras y de Jantipo, hijo de Pericles. Trás ellos, dos esclavos portaban cestas.
-¿Llevas mucho esperando, Sócrates?
– No te preocupes. No existe aburrimiento para el hombre contemplativo.
Y siguiendo a quien parecía ser el piloto, se subieron a una embarcación mediana de velas y remos. Soltaron amarras y los esclavos dispusieron los enseres mientras los sabios veían el puerto distanciarse.
Una vez acomodados, Sócrates comenzó:
– Espero que la conversación de hoy no discurra de forma tan revuelta como sucedió ayer en casa de Clinias.
– Y yo espero, que ni tú ni yo, acabemos condenados por tus vecinos atenienses. Fíjate lo lejos que ha tenido que huir el viejo Anaxágoras por afirmar que el Sol es una piedra en llamas.
– Sí, el pueblo lo entiende como un atentado contra las tradiciones. Yo me hubiera defendido con la verdad… pero volviendo a la conversación, ayer procuraba yo definir la vitud, y tú sin embargo, aportabas puntos de vista diversos e incluso contradictorios. Si te parece Protágoras, hoy podemos tratar sobre las apariencias.
– Me parece bien.
– Por ejemplo, respecto a tus lecciones de retórica ¿No es esta una técnica que sirve para persuadir a los demás sobre cualquier cosa, sin importar si eso sea bueno o malo?
– ¿Hay algo más grato que dialogar con amigos surcando el mar del conocimiento? –suspiró Protágoras-. Como bien sabéis, yo, que podría ser padre de todos vosotros, enseño para el bien y para la prudencia.
– Y por no pocas monedas, por cierto. Pero me pregunto ¿Cómo aprenderá de ti el desdichado Clinias lo que es la prudencia?¿Son tus enseñanzas como un arte mágico que convierte al malo en bueno, al imprudente en cabal y al ignorante en sabio?¿No será más bien que a tu lado, Clinias o cualquier otro, aprenderá a parecer sabio o prudente?
Protágoras se rascó las barbas encanecidas.
– No hay arte si no hay práctica. Ser cabal es lo más difícil.
– Tienes razón… Mira por ejemplo a estos esclavos que habéis traído. Están ejercitando una actividad, la pesca, y quizás sin mucha diligencia. El sol ascendió hace ya rato sobre nuestras cabezas, y no los he visto sacar nada del mar. ¿Podemos decir que intentan atraer con engaños a los peces como tú a tus alumnos?
– Es verdad que hay maestros y sabios que aparentan ser lo que no son. Y estos esclavos parecen no haber aprendido las técnicas de pesca. Pero, te propongo una cosa Sócrates.
– Dime.
– Acompañemos nuestras palabras con la práctica. Hagamos tú y yo, ahora, de pescadores. Venga, aquí nadie puede vernos. Y dile al piloto que dirija la nave mar adentro, a aguas más profundas.
Mientras la pequeña embarcación se deslizaba con suavidad sobre el anchuroso mar, los esclavos prepararon unas viandas. Echaron el ancla y los dos sabios se sentaron en el costado de la embarcación con las piernas sueltas. Sócrates miró a su alrededor con gesto preocupado.
-No te angusties Sócrates. Conozco las travesías marítimas y las condiciones son buenas.
– Confío en que tú tienes más interés en volver que yo. Dicen que tus clases en Atenas han sido provechosas.
– Mira Sócrates, antes de echar los anzuelos, hemos de atraer a los peces. Lancemos estas bolas de tripas de sardinas. Pero no te las vayas a tragar tú, que tienes un estómago canino.
El sol brillaba con intensidad. La tripulación se avituallaba un poco y disfrutaba de la imagen de los dos sabios, como dos niños, sentados uno junto al otro en completo silencio y sujetando las cañas.
Entonces Sócrates inquirió a su compañero.
– ¿Cómo puedes creer que todo sea apariencia, Protágoras?¿Si esto fuera verdad, ni dioses ni el pensamiento existirían?
– No puedo afirmar que los dioses existan. He viajado por muchas ciudades y…
En ese preciso instante la caña de Sócrates se curvó violentamente y éste pudo aguantarla inclinando el torso hacia atrás.
-¡Ánimo Sócrates!- le jaleó Protágoras.
Aquello que hubiese bajo el agua dio un segundo tirón y Sócrates, que se negaba a soltar la caña, se vio arrastrado, precipitándose al mar. Protágoras urgentemente alargó un brazo y Sócrates chapoteando, se aferró con la mano libre a la de Protágoras. Con ayuda de los demás pudo subir de nuevo a la embarcación, y sin pausa, continuó tirando del sedal y recogiéndolo en su mano, hasta que por fin, la captura, agotada, tocó el casco del barco y la subieron a cubierta.
Examinaban todos en círculo al extraño animal.
– ¡Bravo Sócrates! Admiro tu determinación. No todos los hombres de ciencia tienen el valor de lanzarse al profundo mar como tú has hecho…
– Creo no haber visto jamás ser tan horripilante –comentó Hipócrates-. No debe ser bocado de buen gusto.
– Quizás engañe, al igual que yo.
Todos se echaron a reír, pues era de conocimiento público la apariencia desalentadora de Sócrates, y ahora además, enteramente empapado y con sus escasos pelos como algas pegadas en la cara
– Esto, aunque no parece ser un pez, lo es sin duda –dijo peinándose y recolocándose el sayo-. Siendo aquí incapaz de moverse, en el mar es ágil como cualquier otro y sumamente peligroso. De hecho, no os recomiendo que lo toqu´is. Con sólo rozarlo te puede hacer perder la fuerza en el cuerpo y la sangre se te hiela dentro. Aquí lo llaman Tembladera.
Protágoras observó las nubes que se divisaban en el horizonte y la distancia que mediaba hasta Falero.
-Será mejor que devolvamos este extraño ser al agua y retornemos a Atenas-.
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