Tan pronto salió al jardín empezó a llover barro. La pala lloraba sangre y su pecho izquierdo ya no hospedaba su corazón. Tenía un enorme y vacío agujero, cavado a precisos e intencionados palazos. La tierra mojada es más sencilla de escarbar. Tres paladas más y habría medio metro de agujero que poco a poco se llenaba de agua sucia que se mezclaba con su sangre. Con la izquierda agarraba el dichoso órgano que intentaba escabullirse a latidos. Ya está. Lo cubrió todo con la misma tierra extirpada de antes y aplanó el terreno pisando no muy fuerte. Dejó de notar alguna cosa, enterrado todo parece menor, quizás más lento o quizás menos ruidoso. Esa noche ya podría dormir tranquilo. Ya nada me asusta. Todo sucedía menos negro por la noche y menos claro por la mañana.
Cultivar corazones no le parecía complicado. Ha llovido tanto que seguro que ya ha empezado a arraigar. Pero sí que lo era. Ser agricultor significa ser paciente, hay que saber esperar, todo a su tiempo y sobre todo también amar. El abuelo siempre decía lo mismo: sin amor no crece, no arraiga, si no amas no esperes nada.
Odiaba esperar y se pasó toda la tarde sentado en el suelo observando el barro. Brota ya coño. Acercó la oreja a la tierra y sonrió al poder sentir el minúsculo latido de su semilla, que aún no estaba muerta. Se repitió a sí mismo siete veces convenciéndose de la importancia que tiene ser paciente y entendió que uno trabaja mejor sin presión y sin que nadie le esté observando en todo momento, así que dejó que se ocupara tranquilo.
Una horda de graznidos negros germinó pasadas varias semanas. Su espera fructificó y los latidos se tornaron raíces. Pero demasiada espera vuelve la carne en hueso y luego polvo. De la miseria de ese desierto brotaron bonitas flores que no olían y una fina moqueta de espinosas hiedras que no dejaron de trepar hasta abrazar y cubrir ese cuerpo sin alma que resistía, esperando, suspendido, impaciente, asfixiado. Quizás el abuelo tenía razón.
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