Otro día más. Llegué a casa taciturno y harto de lidiar con entrevistadores trajeados, con pluma dorada, cola y cuernos. Al parecer no cabían más demonios en el infierno. Me quité la chaqueta, saqué mi rotulador y, como de costumbre, taché otro día más en el calendario.

—¿Qué tal te ha ido el día? —Preguntó mi novio mientras preparaba la cena.

Traté de lanzarle una sonrisa, pero no podía disimular más.

—¿Ha pasado algo? —salió de la cocina secándose las manos en un trapo.

«¿Qué si ha pasado algo?» Pensé para mis adentros. ¿Cómo decirle que el problema que tengo es la sociedad? Esa misma sociedad que excluye a la gente por no tener un papel, o que juzga a las personas por su forma de vestir. Él lo tiene fácil con su carrera universitaria y sus trajes de Armani. «Te odio» pensé.

Me miró con una ligera sonrisa en la cara, como queriendo animarme. Aunque a esas alturas yo no veía una sonrisa normal, tan sólo veía otra burla más.

—¿Qué tachas en el calendario? —lo señaló—. He visto que últimamente estás contando los días.

«¿Qué será de ti dentro de cincuenta años? Con suerte algo más» volví a pensar. No podía formular las preguntas. Éstas tan sólo rondaban mi cabeza, como si de buitres hambrientos y desesperados se tratasen.

—Ya sé que estás decaído —se sentó en el sofá mientras volvía a repetir lo mismo de siempre, otro día más—, pero creo que sería bueno hablar las cosas. Últimamente estás más distante.

No podía aguantar más, podía escuchar el batir de las alas en mi cabeza que cobraba fuerza a medida que él hablaba.

—¿Quieres hablar? Entonces hablemos de cómo se siente al vivir con una persona como yo.

—¿A qué te refieres? —dijo mientras arqueaba las cejas.

—A que soy un ignorante a ojos de la sociedad —el corazón me latía cada vez más deprisa—. Todos me miran por encima del hombro, como si estuviese destinado a vivir con la cabeza gacha.

El silencio invadió el salón. Él se levantó y señaló mis cuadros.

—Todo eso lo has hecho tú, es tuyo. A mí no me parece que sea obra de un ignorante.

—Si no fuese por tu trabajo yo no podría haber pintado todo eso —dije levantando el tono—. Todo eso no es más que la muestra de que nadie me quiere.

—Yo te quiero —sujetó mi mano.

Volví la mirada y cogí uno de mis cuadros. En él había pintado un hombre con mirada severa, plantado delante de una criatura negra, peluda y con grandes garras que le doblaba el tamaño. Lo pinté un día que estaba decaído, nunca entendí qué significaba hasta hoy.

—¿Qué será de ti dentro de cincuenta años? —pregunté al fin mientas, disimuladamente, acariciaba la bestia del cuadro.

—Pues estaré muerto —afirmó con una seguridad que asustaba—. ¿A qué viene eso ahora?

No respondí, dejé caer el cuadro y me fui a la habitación a cambiarme de ropa. ¿Quién en su sano juicio piensa en la muerte tan tranquilamente? Me miré en el espejo, esperando encontrar algo que me diese fuerzas otro día más. Iluso de mí, creer que un espejo va a mostrar algo que no soy.

Cuando volví al salón me encontré la cena servida y otra vez a él. Me hizo un gesto para que me sentase.

—No tengo hambre.

Salí al balcón y me apoyé en la barandilla, mirando a la gente pasar. Había un vagabundo en la acera de enfrente, sentado sobre una toalla y con un perro a su lado. Me vi reflejado en ese animal.

Me senté en la barandilla y seguí mirando al vagabundo y su fiel compañero. «Parece que a él no le importa vivir así» pensé.

—¿Qué haces ahí?

Preguntó mi pareja con tono agitado al verme sentado en el borde del balcón.

—Estoy muerto —respondí con cierta tristeza—. Desde hace mucho tiempo.

Se quedó inmóvil, con la mirada fija en mí.

—Soy así, como él—señalé al can—, pero peor. Él ha aceptado que no vale nada, y no intenta aparentar lo que no es. Está ahí, sentado en el suelo con su compañero. Sin embargo, yo estoy aquí encerrado con mi amo.

—No soy tu amo —respondió mientras se me acercaba lentamente—, soy tu alma gemela.

—No me estás prestando atención tan siquiera —cogí aire—. ¿Recuerdas el poema que me enseñaste cuando empezamos a salir?

—¿El de Espronceda? —preguntó nervioso.

“¿Quién al hombre del hombre hizo juez?” —cité.

Se acercó del todo y me sujetó los hombros con la respiración agitada y las manos temblorosas. Me giré y volví a entrar en el balcón, si eso es lo que quería debía cumplirlo. Me abrazó con fuerza, pero no pude sentir el latir de su corazón.

—No vuelvas a asustarme así, yo te apoyaré siempre —sollozó—. Yo no te juzgaré.

«Y ellos son justos, yo soy maldito; yo sin delito soy criminal».

Nunca estuve vivo, tan sólo era un intento de persona que al aceptar su destino murió. Viviré a ojos de los demás, pero tan sólo el calendario sabe cuánto tiempo lleva muerta mi alma.

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