Y entonces tuve el golfo en la ventana. Veinte horas. Veinte horas con el culo pegado al asiento incómodo del que el INBA juraba ser el mejor de sus autobuses, y nada, sólo la soledad aferrada al terciopelo de aquellos lugares que no nos correspondías por ajenos a la costumbre. Pasaban las miradas, extrañas escudriñando en los secretos que se asomaban entre las comisuras de nuestros labios y las marcas del tiempo al pasar sobre nuestro rostro. Una sonrisa, tes blanca, ojos manantial que se instalan detrás mío.

Vas a cerrar la ventana, sientes, ya, como la distancia corroe el intestino de las horas, y ese aire matinal que te hela el rostro grita los nombres que dejas atrás. Siempre fuiste sentimental, la pose de chico romántico que vive el aire, y en que respira el día te fue útil durante la preparatoria, ahora no. Piensas en el daño que el romanticismo causó en la literatura, en los lapiceros que cayeron la vacío cuando las manos los cambiaron por las botellas de Güisqui siguiendo el ejemplo de un Baudelaire inalcanzable. En los lapiceros que tú mismo lanzaste en contra de un destino que se distanciaba.

Él sabe que nadie le espera, teme a esa distancia, alejarse de todo, de todos, en búsqueda de nuevos paisajes. Ver en los ojos del Venado la sonrisa del Faisán. Poco le falta para que en su mirada se ahoguen los recuerdos que carga en hombros. De ahora en adelante sólo habrá ausencia. Lleva sus manos al rostro, para después, de manera mecánica, colocarlas sobre el respaldo del lugar que le fue concedido. El mundo colapsa, todo le es ajeno, todo es distancia, olvido, s… Una mano dulce, suave como curtida en el beso de Urania se halla con la suya. Ahora entiende el desterrar de una nostalgia, nacida en ilusiones.

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