Leonor se despertó, abrió la amplia ventana de su cuarto y permaneció un tiempo entre las sábanas, acurrucada bajo los claroscuros de aquel día de niebla. Cada mañana antes de levantarse le gustaba disfrutar de ese momento mágico entre la vigilia y el sueño en que infinitas causas y consecuencias se tornan posibles porque todavía no discernimos que somos alguien. Pero entonces, como era habitual, la conciencia se apoderaba de ella y todo cuanto la rodeaba volvía a ser tangible a sus ojos. Fue en ese preciso segundo de lucidez cuando se percató de que el mundo que recordaba había cambiado. Volvió a dormir y se concentró en echar la vista atrás hacia el momento de la mutación, mas le fue imposible hallarlo. Todos los días son y serán iguales, había afirmado ayer en vano.
Ella pensó en sus gastadas cortinas azules, en la pared blanca, ennegrecida por los años, en la casa de muñecas ¿Cuándo cesó de jugar con ellas? No podía recordarlo. Luego vio sus manos, su cuerpo adolescente y los dedos de los pies que asomaban tras la manta. Soñó con los ríos en los que corría siempre distinta agua, con los viejos astros, con los lagos estancados al pie de la muerte y con el amor y otros misterios.
La voz de su madre llamándola para desayunar interrumpió su letargo y entonces se incorporó de un salto, feliz de ser Leonor ese instante y de que su madre fuese su madre.
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