Aquella mañana, y después de las vueltas de rigor en la cama, Julián se levantó, arrastrando las sábanas hasta el suelo de su habitación. Con los ojos todavía entreabiertos avanzó hasta el cuarto de baño y, descolgando sus manos sobre el lavabo se miró fijamente al espejo.

Su aspecto era el de siempre, de un gris oliváceo, con las legañas repetidas de otras mañanas y sus abultados párpados, cargados de sueño. Después de unos segundos abrió el grifo y el agua fría comenzó a discurrir conforme a sus predefinidos e inapreciables surcos en el lavabo. Hundió las dos manos en forma de cucharón bajo el frío chorro de agua mientras encorvaba el espinazo con ademán de lavarse la cara. Al contacto con el agua, se vio sorprendido por la frescura de ese encuentro.

Todas las mañanas repetía litúrgicamente sus movimientos. A veces se había preguntado si no serían casi todos los actos de su día una serie ya prefabricada y repetida de forma sistemática, tal y como el agua corría idénticamente por su lavabo cada mañana.

Pero esa mañana fue distinta. Al encontrarse sorprendido por la frescura del agua advirtió algo en la caída del agua en su lavabo. Era como si se hubiera alterado su curso, su discurrir. Levantó la cabeza y se encontró frente a frente con sus pupilas. Se miró al fondo. Aún más allá. Se supo mirado. Fue consciente de sí mismo, y se sintió como un desconocido recién encontrado. Yo, pensó.

Se incorporó cerrando el grifo despacio y se quedó un instante más mirándose al espejo. Pero no se miraba a sí mismo, sino a algo más allá. Quiso escribir aquella esta sensación extraña.

Volviendo a su cuarto, sin embargo, tropezó súbitamente y al caer, se golpeó duramente la cabeza contra la mesilla. El golpe le abrió una profunda brecha por la que no dejó de sangrar hasta que dos horas después fue encontrado muerto por su compañero de piso.

Julián se acomodó y dejó de escribir, tratando de imaginar una vez más qué habría pasado si no hubiera logrado poner a tiempo las manos sobre la cama, acabando con el traspiés en un mero susto de la mañana. Sentado ante el ordenador y su cursor que parpadeaba desafiante, esa idea fue la única que le asaltó. En el silencio, se sintió impedido para seguir plasmando la sensación que le había desbordado en palabras.

A pesar del susto aliviado, sintió vértigo. Su vida era una constante bifurcación entre lo que podía haber sucedido y lo que finalmente sucedió. Y con ello sintió que se perdía algo. Pavorosamente escribió “Me hubiera gustado serlo”. En seguida regresó al ordenador, borró el último párrafo y reescribió:

Volviendo a su cuarto, Julián se sentó sobre la cama. Alzó la vista y encontró sobre la estantería, aquella vieja caja de cartón. Se encaramó hasta ella y regresando a las sábanas, abrió su tapa dejando escurrir entre sus dedos las muchas cartas, fotos y recuerdos que guardaba. Pequeños souvenirs del pasado, atesorados con ingenuidad. Un creciente calor le recorrió el estómago, que se fue dilatando hasta presionarle el pecho, pensando en todas aquellas ocasiones, personas, conversaciones,… aquellas posibilidades, bifurcaciones de su camino, que ya jamás transitaría.

Cogió una de esas fotos, la de aquel primer amor que se había consentido idealizar, y asiendo su pequeña melancolía, le dio la vuelta y con un frágil lápiz escribió en su revés: “Caer al mundo, nacer, es por el haz, comenzar a escoger, y es, por su envés, comenzar a engrosar la larga lista de una renuncia”.

Levantó la vista y pensó en lo sombrío de su relato. Miró por la ventana por la que una soleada nueva mañana comenzaba a asomar. Atisbó una razón de esperanza. Continuó escribiendo:

Dejó a un lado aquella foto, segregada, especial, y entre los papeles alcanzó otra, fechada años atrás, en su visita a Salamanca, en la que paseaba entre risotadas inconscientes con amigos por una de sus calles. De pronto, vio al fondo de la imagen una placa inscrita, que antes no había advertido, con unos versos:

Del corazón en las honduras guardo
tu alma robusta; cuando yo me muera
guarda, dorada Salamanca mía,
tú mi recuerdo.

Y cuando el sol al acostarse encienda
el oro secular que te recama,
con tu lenguaje, de lo eterno heraldo,
di tú que he sido.

Se fijó largamente en ese último verso que palpitó en sus tímpanos como si el mismísimo autor se lo hubiera gritado. Volvió su mirada sobre aquella foto apartada, y sonrió algo aliviado, pensando que más importante que su elección concreta es que eligió; que más allá de qué fue al final, es que fue.

Julián se detuvo insatisfecho. Había, a pesar de todo, un dolor incontestable en esas letras. La historia de aquel Julián, ficticia hasta donde podía, no dejaba de ser una invención, una introspección en soliloquio. Pensó entonces en las historias concretas que había podido conocer, esas que, cargadas de realidad, duele que se pierdan. Personas que derramaron en su vida instantes y palabras, testimonio de su existencia, de su dolor y de su pasión por la vida.

Se levantó de la silla y vaciló un paso. El reloj le recordaba que el día le urgía. Se rebeló como quien sabe que debe renunciar con valentía, y abriendo un nuevo documento, comenzó a escribir. En menos de mil palabras, trenzó en breves párrafos trufados una historia de postguerra de su abuelo, el impactante viaje junto a un amigo, el primer encuentro entre sus padres, una dolorosa despedida largamente esperada y el triunfo matizado de un sueño cumplido. Se levantó y rebuscó en su estantería aquel libro agrietado, y rápidamente encontró subrayada la frase que quería rescatar para encabezarlo: “El hombre es un narrador de historias; vive rodeado de sus historias y de las ajenas, ve a través de ellas todo lo que le sucede; y trata de vivir su vida como si la contara”. Vivir para contarla, lo tituló.

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