La quintaesencia del terror, se le oye murmurar entre dientes. La quintaesencia del terror. Una risa sarcástica escapa de sus fauces felinas y sus ojos de reptil miran a otro lado, entornándose. Son expertos en eso, en entornarse. Lo fantástico. Lo maravilloso. Lo grotesco. De nuevo la risa silenciosa, medio apagada. La figura consumida avanza y tuerce una esquina. Lo grande. Lo pequeño. Sus dientes conservan una blancura intacta que comienza a amarillear en los extremos. Y eso que el consumo de café, té y tabaco no es algo de su devoción. Bueno, el café sí. Cigarros, muy de vez en cuando. Puros jamás. Lo aberrante. Se mueve con la gracia de una gacela, al acecho, mirando de reojo. Ésas son sus destrezas. También posee habilidades maestras para sospechar de todo cuanto se mueve, se expresa o se estremece. Especialmente, de quienes disfrutan sometiendo la palabra escrita al vaivén del cliché. El horror cósmico. Pues ahora veréis. Os voy a dar algo para alimentar vuestra sed maligna, a vosotros los críticos, tan ilustrados y pueriles. Os voy a dar una obra maestra. No la reconoceréis, pero me da igual: sé vivir con el fracaso. Además, la opinión de la crítica nunca importó. Mi libro será un tratado. Todo aquel que haya escrito sobre la mierda será citado. Será un anal de la mierda, nunca mejor dicho. Pero claro, la palabra deshecho es mejor. Aunque algo ambigua. ¡Sin problemas, sin problemas! Me ocuparé de darle su definición precisa. Todo quedará bien atado. Lo ominoso se hará carne en mi obra. Se para un segundo. La mano en la barbilla. Sus ojos desquiciados: mirando a todas partes y a ninguna. Aparece donde no debería haber nada. Llena el espacio. Pero no puede estar todo lleno.
Se sienta en el banco, susurrando. Unos jóvenes se ríen de él. Los paseantes se alejan cuando se aperciben de su comportamiento. Veréis…críticos…pérfidos…ignorantes…la más grande…obra…
El verdadero horror llega una hora después cuando, ya en casa, es incapaz de escribir. No escribirá ni una línea. Todo habrá sido una ilusión. Un deseo frustrado. Como la mierda que no sale. Y cuando sale es peor. Es como si mi cuerpo me abandonase, me anunciase que voy a morir.
Su nombre: Monsieur Défait. Monsieur Défait observa a la señora que lee apaciblemente sentada en el asiento del avión. Esa señora es, antes que eso, un lector anónimo, un agujero, un gusarapo. Su reloj y sus pendientes dorados, su piel oscura, su pelo rizadísimo. Recogido en una cinta. Todo estirado hacia arriba. Puntiagudo. Gafas amplias que facilitan su visión de las letras impresas. La mano izquierda sostiene un libro al que dirige su atención. Se lleva la mano derecha a la boca intermitentemente, en un gesto parecido al de Monsieur Défait. La causa de su movimiento no es unívoca ni recomendable de indagar. En cualquier caso, toda indagación sobre la causa debería partir de la radical indeterminación de las cosas. Nuestro hombre, que deseaba con todas sus fuerzas escribir sobre el deshecho, se topó con esta natural opresión: es imposible determinar las causas, organizar el tiempo con sentido, vivir en un mundo ordenado donde unas cosas pasan antes y otras después. Nuestro hombre es incapaz de contar historias. Esto pasó, Fulanito se sintió así y luego hizo tal cosa (por lo que pasó, se entiende). Pero esta elipsis no está justificada. Tal vez, Fulanito se sentía mal desde siempre. Tal vez, no había explorado otros sentimientos. Tal vez, el que se inventó a Fulanito tampoco. Lo que está claro es la perplejidad de Fulanito, (o M. Défait) al que no llamaremos autor porque no ha escrito nada. Tan solo ha tonteado con la idea de hacerlo. Pero el que no se moja, no es nadie y si no es nadie, tampoco es nada. Se trata de hacer algo antes de morir. Ser una super estrella de las letras es un modo de huir del vacío. Un modo torpe. Pero el vacío es, al fin y al cabo, inevitable. Llega tarde o temprano, aunque no sepamos por qué. He ahí toda una consecuencia sin causa. No todo se puede rellenar con basura, piensa M. Défait. Un cuadro de melancolía aguda (según el catálogo DSM V, una depresión profunda) no sirve de mucho cuando la atribución es inasumible. Si el interés del “escritor” por el deshecho viniese solamente de que se identifica con la basura, sería demasiado simple. No, no es una identificación absoluta. Un poco sí, pero tampoco conviene ponerse reduccionistas.
La Ontología del deshecho, de escribirse, la escribiría otro escritor y no la escribiría como M. Défait la piensa. Ese pensamiento suyo está lleno de agujeros, ausencias, letras borradas y silencios. Su realización lo cambiaría por completo arruinando cualquier posibilidad de realizarlo tal y como lo había planeado en un principio, en su frescura mental. La realización rellenaría los huecos, arruinaría los agujeros, terminaría con la ausencia y el silencio. Su pensamiento está desordenado. Mejor así.
La verdad es que Défait no puede escribir su libro sobre el deshecho. Hay una alternativa: que lo escriba otro, pues hasta ahora los libros no se escriben solos. Lo que ocurre es que ese otro (fuera quien fuese) sería siempre un impostor, un simulacro, puesto que es imposible escribir lo mismo que lo que Défait escribiría en el caso de que hubiera podido hacerlo y además lo hiciera. Pero Défait también es un impostor, ya que no escribe nada aunque quiera.
Défait hace honor a su nombre con esa redundancia que lo parafrasea allá donde va. Claro que la gente no conoce su diatriba con la pluma y la tinta. El pleonasmo Défait se pasea, más bien se desliza por la zona y alrededores. Défait pasa de ser un pleonasmo a querer escribir con la velocidad de un antílope perseguido por unas leonas. El salto le impide detenerse. Su cambio de parecer se materializa en su curiosa manera de andar: a saltitos, como un cervatillo asustado.
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