Para cada persona, en todas las épocas pasadas y también en los tiempos por venir, en cualquier rincón del mundo, siempre habrá un crimen que sea EL crimen, condenado con la hoguera, el pelotón de fusilamiento o un tiro en la nuca. No importa qué crimen sea este, ya que depende del momento y del lugar. Pero siempre habrá alguien que realice el trabajo de verdugo. Como Jeremiah S., en una prisión del estado, no hace de ello tanto tiempo como para que esta historia se haya perdido para siempre.
Jeremiah S. comenzó bien pronto a trabajar de verdugo. Preciso, jamás cometía fallos en el procedimiento y al ser las suyas unas ejecuciones modélicas, sin incidentes, cuando escaseó el trabajo fueron otros los licenciados. Cuando de nuevo volvieron acumularse los presos por EL crimen en las celdas, los comedores y los patios de la cárcel, Jeremiah S. continuó siendo aquel que, por un estrecho recinto acristalado, conducía al reo hasta la silla eléctrica, le ataba de pies y manos y esperaba a que pronunciara sus últimas palabras, tras lo cual le colocaba la capucha y accionaba la palanca. Luego otros se ocupaban de la limpieza, Jeremiah S. recibía una carta de felicitación del Alcaide y, a la espera de un nuevo trabajo, engrasaba y ajustaba la máquina, con la conciencia tranquila y el sueño plácido.
Para ser verdugo no hay que saber gran cosa de crímenes, criminales, sistemas carcelarios, reinserción…más bien todo eso sobra. Basta con conocer bien el correcto manejo del cadalso, la silla eléctrica, la inyección letal. No están de más algunas nociones sobre métodos de ajusticiamiento en desuso, aunque no tengan cabida en la jornada laboral.
Pero con el tiempo, se aprende algo sobre verdugos. Ningún trabajo evita que los mortales conozcan algo más sobre sí mismos, de manera que con los años, a pesar de lo pequeño y cerrado de su mundo, Jeremiah S. intuyó, como quitando lenta pero definitivamente una capucha, que EL crimen no era realmente algo tan ajeno a sí mismo como quisiera. Podía muy bien haber sido un criminal, y sospechaba que podría convertirse en uno en el futuro, aunque jamás pronunciara estas palabras. Su sueño se volvió agitado, lleno de fantasmas aberrantes que le torturaban con su maldad y a los que él, cuando podía, ajusticiaba también en sueños. En poco tiempo Jeremiah S. dejó de ser un verdugo más –un buen verdugo, ciertamente- para convertirse en lo que podríamos definir como un verdugo en serie: necesitaba hacer su trabajo hasta el agotamiento para poder vivir.
Por eso, cuando se jubiló su tiempo se transformó en el peor de los infiernos. Los días sin silla eléctrica vinieron de inmediato acompañados de noches en cuyas pesadillas se repetía un ritual de ajusticiamiento y venganza que no tenía fin, siempre más y más intenso, peor que la peor descarga eléctrica.
Hasta que -quizás por azar, quizás en un sueño- Jeremiah S. encontró la llave que abrió la puerta de su infierno. Tomó las llaves de la prisión del estado y sin que mediara un juicio justo o una sentencia firme, se instaló en una de las celdas del corredor de la muerte. Se convirtió en un número que espera su turno para ser ajusticiado por EL crimen. Un número que se va transformando en un preso más, pues duerme en un catre, come con otros condenados, trabaja en la lavandería y disfruta de un paseo de media hora al día vigilado por guardias armados que no le reconocerán jamás.
De noche, cuando se apagan las luces, Jeremiah S. a veces se queda pensando. Piensa en las palabras que dirá antes de morir, las últimas que saldrán de su boca. Palabras y silencios que Jeremiah S. no va a pronunciar mirando al juez, sino a su verdugo.
Palabras para un verdugo.
Palabras que sería un crimen que yo os dijera.
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