La pérdida de la integridad

La pérdida de la integridad

“La filosofía moral debe centrarse no sólo en actos de elección aislados, sino también, y de manera más importante, en todo el curso de la vida moral del agente, sus patrones de compromiso, conducta y también de pasión”

Martha C. Nussbaum

Parecería ser el efecto terrible de una causa inocente, pero el 23 de mayo de ese año me encontré en mitad de la selva con la boca de una pistola rozándome la espalda y la voz divertida y socarrona de ese individuo incitándome al descalabro moral.

—Vamos, Dr. Williams. No tengo todo el día. ¿Qué va a hacer por fin?

Mis ojos estaban clavados en el suelo. Poco a poco empezaron a fijarse en todas partes, sin orden ni concierto, inventando posibilidades absurdas que quizás se realizaron en otros mundos posibles. El caso es que todas se me antojaron absurdas e irrealizables. Al poco comprendí que el fin estaba contenido en la disyunción de la premisa: ¿sí o no? ¿obediencia o rebeldía? ¿presente o futuro? ¿muerte o… muerte? El caso es que solo tenía una opción.

—¿No ha quedado claro? —continuó parloteando la mefistofélica figura que me apuntaba—. Usted o él. Por lo que a mí respecta, me da igual, pero, como comprenderá, me quiero divertir un poco.

Las risas de los borregos de turno que nos circundaban añadían esa nota grotesca a la escena: ¿cómo era posible aprobar tal delirio y, encima, reírse con descaro adulador?

Mi situación igual ha quedado clara por lo dicho; sin embargo, procederé como científico que se supone que soy (la verdad es que esa antigua disputa ya no me importa tanto) y describiré lo que acontece: yo, un rehén atado a un poste y un maldito psicópata encañonándome con su pistola. En mis manos, un machete, y en mi cabeza, una orden: “mátalo o te mataré a ti primero”. La cosa está clara. De hecho, parece irrisoriamente fácil, pero, como todo en la vida, oculta mucho más de lo que material o lógicamente aparentase.

Mi problema no era lógico, no se reducía a deducir una conclusión. Tampoco era material: los medios para salir airoso los tenía. Mi problema era ético, por supuesto ¿cuál era la idoneidad de mis posibles actos? Esto me recordó brevemente a cuando leí, veranos atrás, sobre la vida buena según Aristóteles. Ahora los recuerdos eran muy difusos y los conceptos se volvían borrosos. ¿Qué parte de la expresión pesaba más, ahora, para mí: “vida” o “buena”? Mucho me temía que la conjunción de ambos términos se antojase imposible.

Me quedaban meses, solo unos pocos meses para terminar el doctorado de antropología cultural en el que me metí hace ya unos años. Este viaje pretendía comprobar ciertos aspectos de mi teoría y entablar contacto con una tribu indígena. Sin embargo, una desafortunada noche, a la semana de instalarme en el poblado, una banda armada irrumpió y, tras matar a los que se les enfrentaron, hicieron rehenes con vistas a venderlos como esclavos. Un anciano que escupió al cabecilla mientras lo insultaba firmó su sentencia de muerte. Yo, por lo visto, no entraba en los planes de dicha locura, pero tras traducir obligado los improperios del anciano, aún me quedaba una desagradable misión.

Siempre me interesó constatar las diferencias culturales entre los seres humanos y, ahora, me encontraba constatando las disonancias morales que se tropezaban en mi cabeza. Parece que no hacía falta irse muy lejos para encontrar la alteridad: un poco de introspección bastaba.

Esos esclavistas no tenían interés en un académico blancuzco e inútil, pero no me iban a dejar en mitad de la nada y a mi suerte sin antes reírse un poco y enfrentarme a mí mismo. No hizo falta pelear con otro que no fuese yo. La vida de un hombre estaba en mis manos y, curiosamente, yo no podía hacer nada por él, pues iba a morir de todas maneras. Con todo, ser el verdugo era la única manera de liberarme de ese escenario. Una liberación relativa, pues ese instante me perseguiría el resto de mi vida.

Yo siempre fui un defensor a ultranza de la no violencia y del pacifismo. Me veo a mí mismo años atrás, cuando le explicaba a mi hija la importancia de poner la otra mejilla y de, como decía Sócrates, hacer el bien a toda costa; pues el que hace el mal se vuelve malo, se pervierte. Somos artesanos de nosotros mismos, como el que esculpe su propia figura en el mineral de la vida con cada acto que ejecuta.

Mi hija… Ella merecía un padre que la cuidase, pero ¿qué tipo de padre? ¿Cómo volver a mirarla a la cara? ¿con qué legitimidad podría volver a enseñarle cualquier cosa de la vida si cometía un solo error con esa decisión? Mi proyecto vital no incluía este escenario. Mi integridad se desmoronaba. Sobrevivir significaba perderme y morir significaba agregar una muerte más a este sinsentido. Y así todo, la visión se me empezaba tornar borrosa.

Como el asno de Buridán, enfrentado a dos circunstancias —en este caso— igualmente malas, me consumí a mí mismo.

Pero… ¿en qué momento se agolparon todos esos pensamientos en mi mente? ¿De verdad los pensé mientras estuve en esa circunstancia? Quizás lo pensé muchos años después. O durante el trayecto de vuelta a casa. No lo sé. La verdad es que no volví a pensar muy bien tras ver correr la sangre bajo mis manos. Tampoco sé si la sangre era mía o la del pobre infeliz que, seguro, murió ese mismo día.

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