Luciérnagas

Luciérnagas

edu

28/07/2017

Por su brillo torcido y distante, sobre todo la noche en que se mueren las flores, pensaba que sería fácil enamorarme de un poeta. Pero no, lo realmente sencillo fue desenamorarme del poeta.

O así lo veo ahora, sentada en el bordillo de la piscina, en esta calurosa tarde de Julio. Mi hija juega en el agua y yo quiero reflejarme en ella, acercarme un poco al verano perdido. Sin embargo llueven los versos que amanecieron en la mesa de mi despacho, aquel año que aún eras el becario, mi becario valiente.


En tu boca se deshoja el calendario

le brotan fechas, le estallan presupuestos

retumban, como ecos lejanos,

prioridades, riesgos , oportunidades

pero tus ojos no

tus ojos silban otra música.


Antes de ti siempre había imaginado que un poeta se despertaría, abriría mi ventana para restregarse en el nuevo día y, quizás mirando al infinito, los versos empezarían a resbalarse por sus mejillas, rodando y rodando hacia mi cama.

Pero no, nunca ocurrió. Por más que escribieras y escribieras y escribieras.


En las ondas más brillantes de tu pelo

se dormían los lunes, los martes…

tú abriendo las puertas del castillo

también los viernes;
y hablabas tanto…

de horarios, de objetivos,

de nuevas herramientas para gestionar proyectos,

pero no tus ojos

tus ojos negros susurraban otra lengua.


Porque con el tiempo un poeta también se olvida de dar los buenos días, y se apresura para irse a mover las tripas. O al menos tú, aunque después insistieses tanto con la poesía.


Luego están tus manos

esas manos que bailan mientras hablas

que inflan de hechizos la oficina

que tiñen el aire de ese rosa raro

como un arcoiris

cuando la tarde en invierno

se aleja, delgada, por la ventana.


O esa obsesión con dejarte crecer las uñas de los pies, que tantos malos sueños aprendí a callar, aquellas noches que venían en mi busca, una a una, las diez duras uñas de Gloria Fuertes.


Tus caderas escuecen como poemas salados

trotan por el pasillo, caballitos de feria

meteoros que orbitan por el bucle de los sueños

derramando su rastro blanco, de estrella,

por el vientre ebrio de los muchachos.

De todos menos de mí, tan pendiente de tus ojos

de las playas de espuma que besan tus ojos.


Por no hablar de cuando te interrumpías y huías de la cama para ir a escribir como un loco.

¿Pero en qué coño pensabas?


Y de pronto en algún lugar

creo que fue en un aeropuerto

en una maleta triste, porque llovía,

chocó mi dedo con algo…

con algo que respiraba como tu dedo.


En la cama él se comporta y se interesa por otras cosas. Y no, tumbado, me cuestiona cómo queda una palabra detrás de otra. Por ejemplo,


Maldigo la tarde

que empezaron a volar palabras cactus

de mis labios a los tuyos, y al revés

tus labios, de espinas rojos

tan llenos de sílabas para nombrarlos

a toda esa gente nuestra, tan extraña a esa luz

a la luz que se empieza a borrar de tus ojos.


Él es mi marido. Eso que al acabar una siesta se quedó enroscado al primer pelo que le nació en la oreja izquierda. Eso que ahora resopla mientras se mira, metiendo barriga, en el reflejo del cristal de la pista de pádel. Espera, que se relaja, que se reincorpora a su perfil de fruta madura. El pobre se inflama tanto si lee las aventuras del capitán Alatriste.

Y tú… tú un día te pusiste muy pesado. Empezabas a cansar.


En esta noche,

triste última noche

¿qué soñarás?

Sueños ajenos

en tus secas pupilas

te arderán.


Nuestra habitación me mira desde sus ojos de búho. Arriba las sábanas duermen, ellas que ya solo saben estirarse aplicadas, tan bien metidas por sus cuatro esquinas, o esperar perezosas dobladas en un cajón. A veces consiguen desplegarse tímidamente, dibujando un triángulo perfectamente equilátero en lo que era el lado tuyo de mi cama. Hoy sábanas inertes, casi rocas, ya no cuelgan de tus dientes como nubes de tormenta, no son más sombras de dragones por el techo. Ya no traban más tu cuerpo, como fantasmas en celo, ni lamen más tus manos mías, de lujuria, de cristales.


Y si despierto

y fuera de mis ojos

no ya puedo salir.

¿Qué luz sostendrá,

allá en mis tinieblas,

tu mirada?


Ni siquiera supiste irte, cuando yéndote me escribías y escribías, si sabías que me había quedado sin lecturas.

Pero apenas eras ya serpiente, serpiente que sin el peligro del veneno se arrastraba. Y así, por el suelo te fuiste, una tarde cualquiera, a esa hora del verano en que todos duermen, cuando las sombras palpitan y riegan de oscuridad el asfalto derretido.


Que haya algo…

un rayo diminuto

aún minúsculo,

apuntándote,

de lo que quede de mí

a tu recuerdo.


Ya ves, fue sencillo matar al poeta.
¿Pero cómo entonces vivir sin poesía?

¿Y si soy yo ahora quién te escribe?

¿Y si te hablo,

no sé,

de mis pechos rompiéndose en el cielo de tu boca?

O de todos estos años

que sembraron mi alma de miserias,

ya ves,

por ejemplo,

que a veces, para animarme,

me basta con pensar que estos pechos,

que ahora se posan en el cielo

de su boca,

ya no son mis pechos,

tus pechos,

de esa noche.

Porque no pudiste olvidar aquella noche,

de México,

¿pero es que no recuerdas aquel camino nuestro?

un mordisco a la selva,

me decías,

cuando tu mano y mi mano paseaban

por un alboroto de luciérnagas.

Yo, que nunca las había visto:

luciérnagas.

Y te lo quise decir,

pero temblaba,

aun siendo mayor que tú,

mis labios temblaban,

y no pude.

O simplemente tuve miedo

a que tu mano huyera

de mi mano,

o de ti otra vez tú ausente;

porque no se le puede hablar de palabras

a un poeta

y que se quede.

Pero ahora que no estás,

por mis manos acabado

la recuerdo,

y te la digo,

aún gastada la repito

letra a letra,

y qué bonita,

pero qué belleza de palabra.


Luciérnaga.

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