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Era el año de 1940. Nosotros  vivíamos en  un barrio obrero de casas blancas a dos aguas y techos de tejas, que ANCAP, el ente estatal, había hecho para sus trabajadores junto a la bahía. Nuestra casa quedaba en la mitad del barrio. Entre éste y ANCAP había un  campo baldío

El barrio estaba lleno de niños. Yo  no había cumplido los cuatro años  y por la mañana y por la tarde jugaba en la vereda con mis amigos. A las once menos cuarto sonaba una sirena que indicaba la media jornada y a las once la segunda. Al oír la segunda sirena todos los niños de la cuadra íbamos corriendo a la esquina  a esperar  a los obreros que, tras cruzar el campo, llegaban al  barrio.  Venían en grupos, unos de overoles azules y otros de overoles grises. Entraban caminando por el medio de la calle. Desde la esquina cada uno buscaba a su padre,  cuando lo veíamos cruzábamos la calle para alcanzarlo. 

Me acuerdo que corría a los brazos de mi padre que me levantaba en el aire, me besaba y me llevaba en brazos hasta nuestra casa.

Esa mañana de junio, también jugaba en la vereda. También corrí a la esquina. También busqué con los ojos a mi padre. Pero no lo vi. De todos modos, cuando mis amigos cruzaron la calle corriendo para alcanzarlos, yo también crucé. Seguí  buscándolo entre aquellos hombres que pasaban junto a mí, algunos con sus hijos en brazos, otros llevándolos de la mano. Pasaron todos, giré la cabeza y los quedé mirando hasta que entraron cada uno en su casa. Y volví a mirar hacia el baldío. No sé cuánto tiempo quedé sola esperándolo en la mitad de la calle,  según mi hermana, que tenía entonces dieciséis años, cuando sonó la sirena de las once salió corriendo a buscarme. No recuerdo qué fue lo que me dijo. De lo que sí me acuerdo, es que durante mucho tiempo al oír la sirena de las once y de las cinco de  la tarde, mis hermanos tenían que entretenerme en casa para que no saliera a la vereda. Entonces yo me escapaba de ellos para ir corriendo  a la esquina, porque estaba convencida de que si  no iba a esperarlo, mi padre nunca volvería del trabajo por aquella calle blanca.

No sé en qué momento me enteré que, aquel día que no volvió del trabajo,  había  ocurrido en ANCAP un accidente fatal. 

 De ese barrio me fui cuando me casé. En aquel campo baldío la refinería tiene ahora un depósito. Y aún hoy, cuando vuelvo a mi barrio y paso por aquella esquina, mis ojos recorren la callecita por donde, en el cuarenta, volvían los obreros del trabajo. Y vuelvo a revivir el primer gran dolor que me dio la vida, dolor que siento en medio del pecho y sentiré para siempre, desde aquel  primer día de su ausencia.   FIN

                                                                                          

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BARRIO OBRERO ANCAP

CALLE PEDRO GIRALT

MONTEVIDEO URUGUAY

AUTOR: ADA VEGA

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