SE LIBERAN MÓVILES

SE LIBERAN MÓVILES

Antonio

06/04/2016

De los tres abuelos que se pararon en la frutería, sólo uno gastaba navaja. Como había una mujer dentro, se quedaron en la acera mirando el género, aunque no llevaban idea de comprar. Contaban con los albañiles, que calle arriba seguían desparramados a la sombra, pero no con esa mujer. La música de un telediario de sobremesa revoloteaba por las ventanas. La espantó un estrépito de escaparates rotos: El camión del ayuntamiento acababa de vaciarse encima el contenedor verde.

Juan había trabajado en la construcción de un estadio que el Bayern de Múnich ya no utilizaba. Hacía mucho que no veía por la tele las vigas a las que había tenido que subirse para colocar el techo. Siempre mandaban a los españoles para arriba. Sin una mala cuerda, a mano limpia y sin rechistar. Por eso, cuando se cruzaba con un extranjero contento por la calle, lo acribillaba con la mirada. No les perdonaba que pudieran estar a gusto. Además, ¿no eran demasiados? Con razón hay tanto paro, pensaba. Y viendo al frutero, que había venido de Dios sabe dónde para vender cebollas y ajos tiernos, se preguntaba si no le podrían haber dado ese trabajo a uno de sus nietos.

Carlos era de esos viejos que huelen a amoniaco. La pipa en la comisura de los labios le daba aspecto de saber dónde está Pakistán; pero por no saber, no sabía ni dónde estaba su mujer. Le había tocado en suerte una que no se dejaba atar en corto, una que prefería a las amigas y el centro para pasear a su pequeñín; porque él era un viejo feo y porque el barrio estaba sembrado de cacas de perro. Como si el suyo no cagara. Chucho asqueroso y antipático. Y encima maricón, con tanto lazo y peluquería. Lo metió en el váter cabeza abajo. Desde entonces, no se había puesto una lavadora en su casa. Su mujer siempre decía que el frutero, tan moreno, era muy apañado.

Al Corvas le faltaba una pierna. De la mili, quinta del setenta y dos, volvió con una prótesis y una paga por inútil, aunque ya lo era antes de irse. Nadie creía que le pudiera doler, justo a la altura de la corva, la pierna que le faltaba. Sin un mal oficio que llevarse a las manos, se gastó los días incordiando en los bares. Tenía fijación con la policía, ¡blandos!, con los inviernos sin fuerza y con esas mujeres sucias que piden en la puerta de los supermercados. La última a la que había escupido, lo tiró al suelo de un empujón.

Juan creía que ya no iría a la cárcel, pero se equivocaba. Carlos no les dijo que podía huir corriendo, aunque luego resultó que no. La mujer salió de la frutería. Calle arriba, el martillo neumático redobló como una metralleta lenta y reseca. El Corvas pinchó una manzana con la navaja y, haciendo como que empezaba a pelarla, se fue para dentro con su paso de compás.

FIN

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