El sol se marcha y su cálida luz es sustituida por luces artificiales que colorean las fachadas de las casas de la calle Alcalá. Calle de larga historia en la que la cultura española y la mexicana se entrelazan mezclando lo cristiano y lo pagano formando un perfecto mestizaje y que igual se ha vestido de magia y color, que de violencia y muerte.
Antier de tierra, ayer de asfalto y hoy adoquinada, sigue estando poblada por las mismas casonas antiguas que han sido testigos silenciosos de la vida de sus habitantes y de la historia de la ciudad desde hace más de cuatrocientos años.
Trazada cuando Hernán Cortés, nombrado Marqués del Valle de Oaxaca, llegó a poblarla; colorida, divertida y chispeante algunas veces para celebrar el folclore prehispánico, y otras, triste y de luto para conmemorar costumbres como Semana Santa, traídas desde España a México; la calle cambia de rostro según la época del año igual que lo ha hecho a través de los siglos.
En esa calle turística de la ciudad de gente hospitalaria, gastronomía exquisita y mágicas tradiciones, se yergue majestuosa y única, la «Casa de Alcalá», la de puertas abiertas para todos: hijos, sobrinos, nietos, amigos, ricos y pobres. La casa en la que nací hace unos cuantos años y que mi mente compara con los que ella tiene para hacer que los míos parezcan nada.
La casa de los abuelos. Él, asturiano, al que recuerdo poco porque murió siendo yo muy pequeña, llegó a México a finales del siglo XIX a “hacer América”. Y la hizo. Años de trabajo lo llevaron a tener dinero para comprar, entre otras, esa casa remodelada al estilo Art Nouveau franqueada por edificios coloniales como la Casa de Moneda. Y ella, mexicana, de largas trenzas, rostro afilado, delgada y generosa, que cuidó no solo de sus hijos sino de los muchos sobrinos que llegaban ahí a vivir.
Esa casa que nunca me perteneció, pero que siempre sentí mía y que mi mirada de niña veía inmensa, era la casa de los mil aromas salidos de la cocina en la que se mezclaban también culturas. Igual se preparaban los oaxaqueñísimos tamales de mole que la tortilla española de patatas, pero siempre resaltaba el del mejor café mexicano que la familia exportaba al mundo.
La casa de Alcalá, la de mis añoranzas, mis fantasías infantiles y donde soñaba con ser mayor, guarda historias y secretos familiares.
La calle Alcalá, la del Templo de Santo Domingo y las extraordinarias construcciones en algunas de las cuales se sabe que hay oro enterrado y por donde pasaron la Conquista y la Revolución, guarda también, en sus entrañas, enigmas siniestros.
Bajo ella, discurren túneles y catacumbas construidos por los dominicos para conectar las principales iglesias, pasajes que al ser descubiertos hace pocos años han expuesto cadáveres decapitados de la revolución, sacerdotes emparedados y fetos que se cree fueron sepultados ahí para ocultar abortos debidos a las “debilidades” de algunos sacerdotes.
FIN
MACEDONIO ALCALÁ 201, OAXACA, MÉXICO
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