Historias del Camino del Carrizal

Historias del Camino del Carrizal

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Él llegó de Madrid con sus hermanos, que desaparecieron a los pocos días. Nunca más se supo de ellos. Se quedó solo y huyendo de cualquier contacto. Pasó casi un año así, viviendo a nuestro lado sin una palabra, ni siquiera un balbuceo, un gesto. De vez en cuando,  intentando romper el hielo, le dejaba a la puerta un cestillo con alguna gollería. Él la aceptaba, no sé si como reconocido tributo de pueblerina a urbanita o por evitar acercarse a mi puerta a devolverlo. A veces, mientras comíamos bajo la sombra de las parras, descubría yo, colándose por algún resquicio abierto entre el verde luminoso de las hojas, la mirada tímida, azul, limpísima del vecino que nos observaba desde arriba.  Se esfumaba ante cualquier amago de saludo.

Ella, mi viejita, era una anciana hermosa  que ya casi formaba parte de mi familia y con la que iba a pasear cada tarde. Desde que se había quedado ciega me necesitaba como lazarillo para recorrer con paso cansino la ruta diaria que ella misma había establecido. En casa no quería lazarillos, conocía sus itinerarios de memoria, pero fuera siempre aguardaban peligros inesperados: coches aparcados o circulando, bicicletas, alguna moto quark que la aterrorizaba. La viejita había sido en sus años mozos una gran aventurera,  nadadora, montañera, pero ni un solo minuto perdía en añorar el pasado glorioso. Toda su energía se concentraba en empezar cada día con ganas de vivir.

La primera vez que el vecino huidizo, al que yo había bautizado como “el madri” acortando el gentilicio, se acercó silencioso, con su físico exultante, rubio, guapo, joven, a hacer una carantoña a mi viejita, me quedé sin palabras. Ella recibió la caricia con la naturalidad de lo inevitable y así continuamos el paseo, él pegadito a ella y yo de lazarillo innecesario y excluida de sus confidencias.

No faltó desde ese día a la cita. Nada me dijo ella de su extraña relación pero yo notaba su nerviosismo si él tardaba más de un minuto en aparecer al iniciar el paseo. Al poco me enteré que dormían juntos.  Cada noche él se colaba en la cama de ella y así dormían, pegaditos el uno al otro. Ninguno de los dos exigía nada al otro, ninguno de los dos ofrecía nada al otro más que compañía, calor, cariño. “El madri” cambió. O quizá se mostró como hasta entonces no se había atrevido a mostrarse. Entraba en mi casa, me hacía bromas. Me parecía feliz, como tal vez no lo hubiera sido en su vida.

La mañana del accidente él lo vio todo sin poder hacer otra cosa que desesperarse. Enterramos a la viejita y él se quedó allí, sobre su tumba, día tras día, llorando en silencio, a pesar de la lluvia, a pesar del frío, a pesar de todo. Ni abrazarle pude. Nunca más dejó que nadie se acercara a él.

FIN

CAMINO DEL CARRIZAL

MEDINA DEL CAMPO

(VALLADOLID)

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