Al  sur oriente de la llamada “Atenas  Suramericana “  se levanta casi que imperceptible,  a pesar de su privilegiada ubicación,  una Iglesia. Se encuentra  en la calle  treinta y cuatro  con carrera séptima A  de dicha  ciudad.  La parroquia San  Isidro.  Guarda en su interior delicadeza  y belleza.  Posee un atrio donde antiguamente, gente de la zona, representaba  en vivo las  escenas del  calvario.  La humanidad avanzó y con ella su gente,  quedando el atrio  y el  teatro, en el olvido.

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Colinda  por el occidente,  con  el colegio San Isidro. Alberga dicha institución,  un sinnúmero de niños que día a día acuden al lugar en busca de la sabia de la vida, la  educación.

 

Un día,  cuando el sol pintaba exactamente en el cenit y explayaba sobre dicho lugar todo su furor,  un manto blanco cubrió la  acera de la calle treinta y cuatro sur de Bogotá, envolviendo en sus fauces, el  alma de aquel pequeño que agónico y silencioso  partía  sin despedirse, rumbo a la eternidad.

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Le vi morir, bajo las llantas de un pesado camión.  Segundos se hicieron  horas. 

Ciento ochenta grados dio la vida de las madres que infortunadamente vimos aquella escena. 

Los nervios se volvieron  trizas,  y un dolor  amargo cubrió el  corazón.  Dicho  veneno,  místico y agrio a la  vez,  lo bebimos sin percatarnos.  ¡Era su día!  Era  el nuestro.

 

El silencio y dolor  de aquel momento,  me siguió.  Un frío helaba mi sangre,  y un gran  vacío, anido en el  alma.

 

¡Cuán innumerables son los caminos por los cuales hemos de transitar!

 

Así como el alma alberga  gozo y  alegría,  se  hace necesario  prepararla  igual para el dolor. Para degustar en el paladar de su existencia,  la tristeza  desde su propia cepa, y beber de manera irresistible,   de sus intranquilidades, debilidades  y  miedos.

 

Estos delicados estados, nos  enseñan a valorar la vida. A dar  a la misma  su  verdadero sentido, caminando por el sendero perenne de la esperanza.  Es quizás,  otra manera de amar.  Ya que nuestros ojos van dibujando día a día  la esencia mística de la  amargura  y sus desventuras.

Recuerdo los rostros  desencajados y las manos atadas al  tibio sudor de la  impotencia. Mujeres, testigos expectantes de aquella escena.  Entonces, un manto  de elucubraciones me ha  perseguido. 

¿Qué esperar?  ¿ Qué hay detrás de aquél silencio mortal? ¿ Porqué al  avanzar a una vida mejor,  yace  en el aire  cruel desolación?

 

¡Que irónico!  ¡La vida que un día  nos cubre de rosas y diademas,  en minutos,  ata  nuestro ser a crueles  cadenas!

 

Pasa el tiempo,  y ya no somos aquellas que soñábamos por soñar.  El alma teñida de pequeñas cosas  se ha vuelto grande.  Se ha tejido de recuerdos, sueños y realidades.  Se ha hecho sensible.

Nunca imagine,  que  la dama de larga caballera,  túnica negra, cara huesuda y una hoz,  que  aquel  día  pasó  de  frente,  vestida de blanco,  llanto en sus ojos,  y  un alma inocente,  arrastrara  igual,  el vértigo  invisible  de la  insensibilidad de las almas mustias.

 

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FIN.

 

 

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