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Alicia empezaba ya a cansarse de estar sentada con su hermana a la orilla del río sin tener nada que hacer, cuando de pronto saltó cerca de ella un Conejo Blanco de ojos rosados.

No había nada extraordinario en esto, ni tampoco le pareció a Alicia extraño oír que el conejo se decía a sí mismo: « ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!»

Así comienza el cuento de Alicia en el País de las Maravillas, y al igual que ese conejo blanco me sentía yo en aquel momento repitiendo una y otra vez: “¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!”

Buscaba una sala de exposiciones en la que me esperaban para tomar algunas fotos  en la inauguración, antes de que empezara a acudir la gente. Iba cargada con la cámara y el trípode, que pesaban lo suyo, y estaba deseando soltarlo pero… ¡Me había perdido!

Sabía que el centro estaba por allí, en la plaza de Luis Martín, aunque no recordaba el lugar exacto. Tampoco  se veía ningún letrero que lo indicara, así que, pese a mi cansancio,  comencé a recorrer todo su perímetro.  

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Iba tan absorta buscando mi destino que no me había percatado de lo que pasaba un poco más allá de donde yo me encontraba,  pero al oír voces de niños que celebraban algo con palabras  que yo no podía entender por tratarse de una lengua distinta a la mía, volví la vista y localicé no el lugar al que me dirigía, sino el origen de esas felices voces de alegría que,  como he dicho, en parte no comprendía.

A unos metros de donde me encontraba, un grupo de chiquillos africanos jugaban al futbol. Solo un pequeño rubio, blanco como la leche, resaltaba entre ellos. De repente el rubillo metió un gol, y los tres o cuatro compañeros de equipo se abalanzaron sobre él haciendo choques de manos y abrazándose, celebrando el tanto. Realmente no entendía lo que hablaban, pero sí comprendía su alegría. Pronto más niños se unieron al grupo, estos últimos eran españoles. Sus “¡chuta!” y “¡aquí, aquí, pásamela!” los delataban. Pensé sacar la cámara y comenzar a tomar fotos, pero la ley lo prohíbe. Entonces decidí regalarme unos minutos de disfrute y me senté en un banco a observarlos. La ley no prohíbe mirar y menos aún reflexionar sobre lo que uno observa: ellos habían saltado la barrera del “color”, eran compañeros, niños, amigos, incluso jugaban juntos  sin hablar la misma lengua…

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Llegué tarde a la exposición, lo admito, y como excusa no podía contarle a la gente, que esperaba impaciente,  que me había detenido a mirar cómo unos niños jugaban al futbol, y mucho menos hablarles de lecciones o moralejas que se escondían entre los juegos de este grupo de chiquillos…

─Es que me he perdido ─argumenté a modo de excusa…

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Esta historia tuvo lugar en LA PLAZA LUIS MARTÍN en ROQUETAS DE MAR (Almería)

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