Sin saber bien lo que haces, te dejas llevar por la inercia de esa frase que dice: “La vida continúa”.

No la repites voluntariamente. Los dichos y lugares comunes te producen grima. Sin embargo, este resuena cada vez con mayor presencia en tu cabeza.

Abrumado por algo que no encuentras definir, pues no existe la palabra que reúna todas las tristezas del mundo en una sola, bajas los peldaños de la escalera de la entrada principal. Ya fuera del edificio, a ratos por la carretera, o bien vadeando los matorrales que se extienden en el horizonte, te alejas para siempre de la amada que pasará el resto de su vida en la soledad de la clausura.

De cuando en cuando, vuelves la cabeza para ver cómo se va empequeñeciendo en el medio de la nada, lejos del ruido de cascos de caballo y pregones desgarrados, la mole rojiza y altiva que te ganó la partida. Ésta, con su pórtico desagraciado, en pleno control de sus dominios, parece vigilar tu marcha, mientras te advierte que nunca más vuelvas a acercarte a sus predios.

***

Igual que siempre, la alarma se activa a las siete de la tarde: Hora de hacer un alto en el trabajo.

Con el automatismo de quien en materia de rutina no suele permitirse licencias, guarda y sigue los pasos para imprimir lo escrito. La neurosis que en muchos casos produce la soledad, con el paso de los años se ha ido acentuando.

Como todos los días, dará una vuelta por el barrio y desatascará las ideas con unas cañas, en Candente. Antes de salir de su piso, y siguiendo el mandato de los hábitos grabados a sangre y fuego, se impone un rápido vistazo a lo que está pasando abajo, en la calle de Cartagena.

Ni más ni menos gente de lo normal, y la natural procesión de coches alimentando la cola del semáforo en rojo. Al levantar la mirada, justo frente a sí, tan cerca que no cabe en su campo visual, y ocupando el espacio que hay entre Luís Vives y López de Hoyos, se levanta, seguramente restaurado, el cascarón rojizo de un convento del siglo XIX.

Cautivo entre el concreto de una ciudad que se ha ido desparramando con el tiempo.  Atormentado por la bulla de los coches, se le ve resignarse frente a la fatalidad de un destino inexorable, que le ha relegado a ser un número más, en una calle secundaria de un distrito cualquiera. Por delante del pórtico, sobre una tapia demasiado próxima a su fachada y que le asfixia, se lee en letras de plata reluciente: Residencia de Mayores BALLESOL.

Ante esta imagen, el escritor se retira un poco de la ventana, se sienta sobre el brazo de la poltrona, y no sin cierto asombro, como si sus labios tuviesen vida propia, se escucha decir en voz susurrante: “¡Bicho malo, bien merecido te lo tienes!”

FIN

Residencias Ballesol, calle de Cartagena, Madrid

Alfredo Baldó Michelena

   
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