Un domingo cualquiera

Un domingo cualquiera

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07/05/2014

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El sol se levantaba ya por entre los cerros. La abuela, la mujer sonriente de la foto con el niño entre los brazos, te había abierto las dos puertecillas de la entrada para que te sentaras en la puerta.

Allí estabas a horcajadas en la vieja silla, bajo el cálido sol de invierno. Refunfuñabas leyendo el periódico, siempre lo hacías, enfrentándote al mundo una vez más. Ya no corrías delante de la policía como durante la Transición, pero seguías con la fuerza suficiente como para dar ejemplo. Aún no habías llegado a los artículos de opinión, ahí, te ajustabas las gafas, a ratos pegabas la nariz a la tinta recién impresa, como queriendo asegurarte de que lo que leías era cierto si lo veías más cerca.

Me encantaba observarte, y que se iniciara el debate en casa, al final la abuela cerraba la discusión, aún marcada por los años de la guerra. Ella nos contaba que la gente se comía las cáscaras de las frutas, y que apenas le daban de comer en la casa donde servía. Tú me decías que no había que tener miedo: me hablabas de las reuniones del partido comunista cuando aún era ilegal, de tu implicación en el sindicato vertical como “infiltrado”, de ese cura que tanto te enseñó y con el que aprendiste a respetar. Te escuchaba con los ojos y los oídos abiertos.

Seguías ahí, leyendo el periódico, y todo el barrio te saludaba en la puerta, era como un microcosmos chapado a la antigua en el que todos te admiraban y respetaban. Entonces, en las páginas, aparecía una noticia sobre la guerra de Afganistán, te preguntaba por la crisis del petróleo en los setenta, me hablabas de las miserias de aquellos años, también de los avances, de aquel Renault, y así pasábamos la mañana del domingo, yo fascinada escuchándote mientras las titas y la abuela se tomaban el café en la modesta salita.

Se aproximaba por el carril la tita María a ver a su hermana, tan sonriente como en la foto, o más aún si cabe, y te achuchaba; ya era una anciana, pero guardaba como la abuela esa belleza de las mujeres del sur. Tú dejabas el periódico y la cogías por la cintura, le sonreías con esa mirada dulce que tienes en todas tus fotografías, como en la de la camiseta blanca en Canarias o en la que estás en los brazos del tito Pepe.

Seguíamos en la puerta esperando al resto que vendrían a almorzar. Yo aprovechaba nuestra soledad para que me contaras más historias, y entonces me hablabas de Lorca o de Miguel Hernández, me recitabas poemas que conocías de memoria. Tu poeta callejero favorito siempre fue Sabina. De pronto te reías, porque habría hecho alguna pregunta absurda, y la barba cana te brillaba al sol, y las pupilas titilaban al unísono. Me acariciabas el pelo y decías: « ¡Ay, gitana, qué te quiero!». Y yo pensaba y pienso «más te quiero yo a ti».

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