Buscando una cita para un ensayo, apareció una foto en un libro, el pasado irrumpió en su presente. Era una “Virgen con niño” adaptada a “Madre con niña”.
El antes de la foto era la felicidad, su pequeño de 3 años iba a tener una hermana para compartir sus risas. El destino lo impidió.
Todo comenzó una tarde. El niño volvió malo de la guardería, pálido, cansado, dormitaba quejándose. El médico aconsejó hospitalizarlo, lo llevo en su propio coche. Esto alarmó a la madre.
En la sala de espera, el tiempo pasaba lentamente, su angustia aumentaba. No podía estar con él, la enfermera le dijo que el problema era serio, que había que dejar trabajar al equipo.
Apareció el médico, se acercó, mirándola compasivamente. Ella se anticipó a la noticia, salió huyendo, no quería escuchar, ha muerto.
Sólo llevaba consigo la mochila de su dolor. Despertó en una cama de hospital, en la sla de psiquiatría del Alonso Vega, sola, atada, llena de moratones.
Su gente la localizó, su ginecólogo la visitó y permitieron que la medicara para evitar un aborto.
Ella no quería abortar, no podía pasar por otra pérdida, soportar el paralizante dolor en el pecho, en sus entrañas, el morir estando viva.
Permaneció seis largos días, compartiendo pasillo con otros seres idos como ella. Seres que se movían sin sentido o permanecían estáticos emitiendo guturales sonidos.
Sólo le dieron el alta al firmar un papel en que contaba que no había sido reducida con violencia.
Otra dura prueba le esperaba al salir: el entierro del pequeño, postergado por la autopsia: Peritonitis por golpes.
La policía investigó: la guardería, la niñera, su pareja, incluso a ella. La muerte fue declarada accidental, el caso fue cerrado, otra muerte sin resolver.
Para controlar su dolor comenzó su huida. Cruzó el gran charco, aterrizó en Buenos Aires, atravesó los Andes, finalmente volvió a Madrid. La angustia la seguía como su sombra. Se refugió en su trabajo. La sombra quieta y encerrada es menos sombra.
Llegó el nacimiento. No quería mirarla. Todos la animaban, le decían que era una niña preciosa, una muñeca de rasgos perfectos. Finalmente, la tomó en sus brazos. Le recordaba a la imagen del camafeo de “La Montijo” que vió en el Lázaro Galdiano. Decidió su nombre: Eugenia.
Poco a poco la paz volvió, el dolor dejó paso a la melancolía. Apareció un esbozo de sonrisa que contrastaba con los matices de añoranza que velaban su mirada.
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