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          La foto tiene ya casi dos años y ella 87. Es mi abuela Chiche (mi persona favorita en el mundo) y le saqué esta foto durante las vacaciones familiares en las que me propuse encarar un documental sobre todos nosotros como familia. En la entrevista que le hice, mi abuela habló de su niñez y llegó a su vejez (Chiche dice que está aprendiendo a ser vieja). Confesó, por ejemplo, que la crianza de sus hijos fue una etapa que le dio demasiado trabajo. Y en cambio se refirió a los nietos como una golosina; algo fabuloso. Chiche siempre cuenta que disfrutaba llevándome al zoológico o al Jardín Japonés, porque mientras yo me trepaba a los árboles, ella podía leer un libro sentada en un banco. Quedarme en su casa era para mi una aventura. Me venía a buscar a San Isidro en su Fitito y me llevaba a su departamento en el centro. Siempre tenía algún rompecabezas nuevo para armar o me prestaba unas reglas curvas como de arquitectura y unas hojas blancas lisas para dibujar, con las que yo solía hacer naves habitadas por unos seres moscas (siempre me felicitaba al ver los dibujos). En mi casa yo recibía la educación de Mamá y Papá, pero cuando la veía a Chiche recibía un plus; una educación de otro tipo. Cosas sueltas: cómo agarrar bien una cuchara, cómo comer una palta, o lo importante que es no caminar más rápido que quien está a tu lado o no hablar con la boca llena. Para ésta última me dio un consejo muy simple: agarrar bocados de comida más pequeños; de esta manera si alguien te hace una pregunta, podés tragar lo que tenés sin demorar demasiado y sin la necesidad de hablar con la boca llena.

          Para mi abuela es natural compartir su visión de las cosas o contarnos sobre los cursos a los que todavía asiste. Hace un tiempo me dijo que estaba yendo a uno para mejorar su memoria. Pero que había faltado a una de las sesiones porque simplemente lo había olvidado. El colmo. 

          Es cierto que nunca le di demasiado trabajo a mi abuela. La excepción a esto fue la experiencia de darle clases de computación, siendo yo un adolescente. A Chiche le regalaron una laptop y me contrató como su profesor particular. No logré tenerle la paciencia que ella se merecía. No entendía cómo alguien podía olvidar hacer doble click, o abrir un mail o adjuntar una foto. Me frustraba y hasta me enojaba un poco con Chiche. Ella más tarde me confesó que no le gustaban tanto mis clases por mi falta de tolerancia. Lo recuerdo y me avergüenza lo bruto que fui. Hoy Chiche tiene 89 años y maneja correo electrónico y Facebook. Vivimos en países diferentes. Nuestra última interacción fue un comentario suyo a una foto que subí de mis vacaciones. Escribió: «Eso se llama: saber vivir».

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