Su blanca dentadura hacía relucir aquella sonrisa pura de transparente belleza. Siempre creí que nunca conoció el dolor; cuan equivocada estuve.
Según contaba, no olvidaría jamás el rostro perturbado que puso su padre al oír que se marchaba, que tenía la necesidad de conocer tierras lejanas. Corría el año 1919, Sao Paulo se despertaba y comenzaba a sacudirse tantos años de opresión.
Isidro, como se llamaba su padre, mi bisabuelo, salió de la vieja trastienda al oír la campanita que pendía sobre la puerta.
“Un cliente, y muy madrugador” pensó, pero grande fue su sorpresa al ver a su hijo menor apoyado sobre el mostrador de madera de la humilde zapatería.
-¿Hijo, qué haces aquí tan temprano? -dijo con el rostro iluminado, lleno de amor paternal.
-Me marcho, padre; necesito su bendición.
Esas palabras se clavaron a su corazón, cual clavo se adhiere a las suelas de un recién fabricado tacón.
-¿Cómo que te marchas? ¿Dónde, y por qué? Aquí tienes tu familia, tu hogar. Siguió diciendo mi bisabuelo, pero en el fondo sabía que aquellas preguntas las hacía en vano.
-Soy un criminal convicto -respondió mi abuelo cabizbajo.
-No has matado a nadie, no tienes las manos manchadas con sangre.
-Indirectamente sí, fue mi batallón quien más obreros masacró, y aunque solo oficié de médico auxiliar, eso también me hace culpable.
-No eres justo contigo mismo. Te condenas al exilio cuando no hay razón.
-El motivo me lo dicta la conciencia, padre; por favor, deme su bendición.
Y así fue que mi abuelo, Manuel Protestante, dejó olvidados en su Brasil querido a sus amados padres.
Él, junto a diez camaradas, emprendió un largo y desconocido viaje. Dios y la esperanza fueron sus guías.
Tuvo que trabajar limpiando establos a cambio de pan y un techo donde reposar. Huyó de los perros salvajes de un miserable capataz de aserradero que no quería pagar a sus obreros. Durmió en las ramas de los grandes árboles para evitar ser devorado por las bestias nocturnas que deambulaban las selvas y los bosques. Sufrió la pérdida de cuatro compañeros en aquella odisea.
Y así llegó al país que lo acogería hasta el fin de sus días. Paraguay, tierra de grandes oportunidades. Tan grande, como el amor que sintió por la única mujer que fue su compañera. Damasia Rojas, mujer sencilla y virtuosa, capaz de criar a once hijos llenos de amor.
Ambos fueron siempre un ejemplo, sus enseñanzas perduran en el tiempo.
Según mi madre, heredé de mi abuela el amor por el trabajo y el silencio. De él, el espíritu viajero de aquel que a tierras lejanas quiere emigrar.
Rapai le llamaban. Hombre de piel negra cual noche sin estrellas, pero de corazón blanco, blanco más que la nieve.
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