El abuelo Juan murió cuando yo tenía trece años y ese mismo día su inseparable reloj de bolsillo también dejó de latir.
Aquel «tic, tac» que le acompañaba a todas partes no le quiso abandonar en su última aventura. Mi memoria no alcanzaba a recordarle sin su reloj entre las manos, dándole cuerda o maldiciéndole cuando decidía dejar de funcionar para tomarse un respiro. Era entonces cuando el abuelo montaba en cólera y amenazaba con tirarlo, cosa que nunca hacía, ya que su amigo de bolsillo acababa recuperando el ritmo. Mi mente infantil encontró en aquella relación tan estrecha un componente mágico y me divertía pensando que aquel caprichoso reloj era en realidad el duende del tiempo y el abuelo su guardián.
Se fue con él mientras los que queríamos al abuelo, nos quedamos acariciando un montón de recuerdos pegados a aquella cajita de acero inoxidable dormida. Ningún relojero consiguió reanimar su maquinaria y decepcionados decidimos por mayoría absoluta olvidarlo en un cajón, pero el tiempo y la memoria han venido a buscarme en muchas ocasiones para evitar que eso ocurriera.
En aquel pequeño cajón, cubierto por un pañuelo con sus iniciales bordadas, JS, duerme parte de mi vida. Su sonrisa al recogerme a la salida del colegio, el tacto de su piel huesuda, su mirada melancólica por una infancia solitaria, sus pícaras canciones de amor, sus silencios llenos de palabras y su devoción por una familia que a veces no le entendía. No nos libramos de su afición preferida, asignar apodos. Le gustaba llamarnos «los falsillos» porque decía que era imposible sonreír siempre en las fotos.
Todo eso y mucho más, me sigue acompañando. Cuando a veces un día ha sido demasiado largo, la soledad se ha desbordado por mis mejillas o simplemente necesito esquivar durante un momento el presente que me ahoga, cojo su reloj y lo pego a mi oído. Veinte años después vuelvo a escuchar su sonido y sonrío porque escucho también la voz del abuelo explicándome una vez más cómo conoció a la abuela Francisca, sirviendo en casa de los señores Mallol. Él era el fontanero que se peleaba con las tuberías mientras pensaba en cómo invitarla al cine sin que le rechazara.
Lo mejor de todo es que no hace mucho, descubrí a mi padre buscando el sonido perdido del reloj del abuelo. Al ver que le observaba, sonrió secándose una lágrima y me gritó imitando el tono enfadado de su padre: – ¡Cualquier día tiro a este inútil!. Me acerqué a él y juntos volvimos a escuchar su sonido durante unos segundos mágicos. Fin
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