Tom E. Donahue era un vodevilista*. Antes de la guerra había sido un trapecista, y antes de eso, un contorsionista, pero siempre había sido un gran artista, un hombre del teatro, del espectáculo. Ahora guiaba a sus nueve hijos a seguir su camino, presentándose en la escena de Vaudeville en Nueva York. 

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Se llamaban los “Dancing Donahues”: cuatro niñas, cinco niños, que bailaban claqué con los mejores veteranos del estilo. Pero era su padre quien les enseñaba los trucos: “vestirse como estrellas, brillar como centellas, y dejar una marca en la gente como huellas”. Todo dependía de él. 

Así que cuando su primogénito se acercó con las manos temblando, agarrando el anuncio ya famoso; cuando su hijo le miró con los ojos de un niñito que ya no era, Tom le dio su mejor sonrisa de protagonista y le dijo que no se preocupara.

“Quedará en la nada,” le dijo, y lo creía.

Tom había oído el chisme, naturalmente. “¡La nueva maravilla de Edison!”, “¡El futuro del entretenimiento!” Lo proclamaba un milagro, pero nadie ni siquiera lo había visto en marcha, este “Vitascope”. ¡Vaya nombre! A Tom no le preocupaba, hasta que compró diez entradas para el programa de aquella noche en Koster and Bial’s Music Hall.

“Quedará en la nada,” dijo a los niños mientras andaban – tranquilos, silbando – a su querido Broadway. 

Había algo diferente en la sala aquella noche, algo furtivo, creciente. Los susurros se propagaban por los pasillos y se disolvieron en el telón de terciopelo que forró el escenario. 

De repente, todos se quedaron mudos. El telón subió para revelar un marco, de seis metros a lo largo, enorme y dorado, formidable en su grandeza. No había nada dentro, nada excepto una blancura vacía.

“¡El balcón!” exclamó alguien, y las cabezas giraron. Había un hombre arriba, al lado de algo indistinguible, cubierto por una tela de seda negra. Con una mano él sacó la tela y desveló la máquina.

Tom lo miró por un momento, una monstruosa mezcolanza, tan grande como un hombre. No había aún susurros, todavía. Sólo estaba la máquina, el marco dorado, un sonido como el crujir de dientes metálicos, una luz brillante, más brillante, brillantísima – y el mundo cambió -.

Era una mujer, por su puesto. Una mujer, como magia, en el centro del marco. Tom podía ver la dulzura de sus ojos, las flores en su vestido, las siluetas de sus dedos de la mano – ¡estaba bailando! -.

“¡Edison!” la gente gritó, pero no apareció, estaba sólo la mujer y su baile cortando el aire que no era aire. Con cada vuelta Tom se iba quedando helado. Miró a las caras de sus cinco hijos y cuatro hijas, fijados a la pantalla, iluminados por la luz de la máquina como muñecos congelados en el tiempo. 

“Quedará en la nada”, susurró Tom, y esperó que la pantalla oscureciera.

Tom Donahue  

FIN


* artista de Vaudeville: un tipo de teatro, popular en los EEUU en el los años veinte y treinta

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